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28 de julio de 2006

Otros ochenta t dos


Sabido es que, en el sistema penal español, el segundo crimen es gratis. No digamos el tercero o el cuarto. O, como en el caso de García Gaztelu, el quinto o el sexto. A partir del primer asesinato, uno puede ir acumulando ridículas condenas de miles de años; en la mayoría de los casos, no le va a suponer ni un día más de cárcel. Cuando llegue el día V, el día de la vergüenza, el juez y el político tirarán de rebajas y cinco mil años se transformarán en quince, que es lo que ha estado a punto de pasar con aquel francés que, después de haber asesinado a niñas y hombres en Zaragoza, quería masacrar el centro de Sevilla.

Descartada, afortunadamente, la pena de muerte, nuestro ordenamiento jurídico, nuestras leyes, no se atrevieron a contemplar la cadena perpetua como sí la contemplan democracias mucho más serenas y arraigadas que la nuestra: la francesa y la británica, sin ir más lejos. La cadena perpetua -a la que quienes somos partidarios la entendemos como un argumento revocable- nos permitiría mantener en la prisión a aquellos terroristas, por ejemplo, que no han contemplado el más mínimo arrepentimiento de sus crímenes. No habría que estar haciendo permanentes piruetas para sujetar entre barrotes a tipos como Parot. No habría que languidecer de melancolía asistiendo a los desplantes de un «Txapote» sabedor de que no tiene trascendencia alguna el juicio de turno al que está sometido. «Txapote» volvería a prisión, sabiendo que nunca más saldría de ella sin antes haber revisado su propia conducta. García Gaztelu fue, entre otras cosas, el ocurrente terrorista que organizó el envío de un paquete bomba -camuflado en una caja de puros- al director y conductor del programa «Buenos Días» que se emitía desde RNE en Sevilla, allá por el año 2000. Quien recibió y abrió aquel artefacto -que, de todos es sabido, no estalló y no pulverizó literalmente a su imprudente, pero afortunado, receptor- es consciente de ser una simple muesca, una anécdota menor en el historial criminal del desafiante etarra; pero aun sin albergar enfermizos deseos de venganza ni rescoldos de rencor sobreactuados, considera que la justicia no puede permitirse el lujo de ser condescendiente, ni ahora ni nunca, con semejante tipo. Ni la justicia ni la política. ¿Que qué me hace pensar que algo pueda aligerar la condena de un asesino así? Precisamente la política, la política tramposa, mentirosa, interesada. Que el ministro de Justicia, López Aguilar, haya diferenciado someramente a los «psicópatas irrecuperables» tipo «Txapote» de los que pueden ser «reinsertados en la sociedad» hace que salten determinadas alarmas adormiladas por la contundencia de los tribunales. ¿Quién sería recuperable para la sociedad siguiendo el «criterio López Aguilar»? ¿Considera el ministro, vocero del Gobierno y de su presidente, menos psicópatas al par de terroristas que acumularon información para que otros asesinaran al presidente del PP en Aragón, por ejemplo? ¿Qué tipo de sapos nos anuncian los políticos con este tipo de declaraciones? Hoy mismo, «Txapote» está en su celda absolutamente convencido de que los suyos lo van a sacar y de que, antes o después, una negociación le pondrá en la calle con una pensión del Estado y una placa en su casa natal. El negociador debe saber -lo sabe, supongo- que ése será el sapo que jamás tragaremos. Jamás.

Sé que no pocos estetas de la progresía estarán ahora mismo pidiendo las sales y administrándose antihistamínicos para apaciguar el soponcio que les supone leer que alguien pida la cadena perpetua para un asesino múltiple. No es nada: eso se calma con un par de editoriales del «diario independiente de la mañana» y con algún que otro aforismo de «Jueces para la Demagogia».

Mient


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