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13 de octubre de 2006

Doscientos cincuenta tíos


No son muchos más. Suficientes, en cualquier caso, para poner en jaque a todo un Estado con su cara y ojos, con su policía y sus jueces, con sus delegados y sus subdelegados. Los ministros de Vivienda de ese pedazo de Unión Europea deciden reunirse en Barcelona para discutir sus cuitas y un grupo de ciudadanos violentos decide lo contrario. ¿Quién gana la discusión?: los violentos. Barcelona es nuestra, dicen, las casas vacías -o no tan vacías- son nuestras, las calles en fiesta son nuestras, las algaradas son nuestras, los bongos son nuestros, y el ruido, y los petardos, y el vómito y la orina, y la alternativa la marcamos nosotros, y vosotros, los putos burgueses, a mamar. El Estado encoge la cabeza, mira hacia otro lado y decide no plantarle cara a los nuevos dueños del asfalto. Es cosa de la prevención, advierten desde Interior, tal vez temerosos de mostrar excesiva debilidad en una campaña electoral en la que hay que colocar como sea al candidato. Es cosa de la progresía a lo Rosa Regás, para entendernos: siempre es mejor quitar a Menéndez Pelayo de en medio que cabrear a unos jóvenes que han crecido entre la permisividad de los gestores acomplejados y timoratos. Incapaces de afrontar sus propias contradicciones, los errores de su misma ejecutoria, las autoridades barcelonesas -por así llamarlas- prefieren mirar hacia otro lado y hacer como que no oyen los lanzabengalas sobre el Mocba y los cócteles molotov sobre sus salones de otoño. Si los niños no quieren, habrá que dejarles. Qué tiempos aquellos en los que se manifestaban contra Aznar y contra Pujol y contra Bush. Qué buenos ratos pasábamos cuando se encerraban los inmigrantes en las iglesias y nosotros íbamos a solidarizarnos y a pedir papeles para todos. Cómo nos reíamos cuando le tiraban huevos a Rato y a Piqué, que es el hostiable de Cataluña. Hay que ver lo que protestábamos cuando la delegada aquella del Gobierno -¿cómo se llamaba? ¿Julia Nosequé Nomeacuerdo?- enviaba policías a disolver a los antisistema aquellos tan divertidos que odiaban a occidente y a su globalización. Jo, qué época más buena. Pero es que estos cabritos han crecido y no se han dado cuenta de que el Gobierno ha cambiado, de que ya no deben protestar así como así; y, en cambio, los tíos insisten e insisten con el cuento ese de la especulación y el desorden. Pero a ver quién les dice que no: tantos años siendo progresistas para ahora tener que enviar a los antidisturbios. No, no, ni hablar. Aunque los ministros europeos piensen que Barcelona debe ser, más o menos, Beirut, a nosotros no se nos pueden manchar las manos con políticas represivas. Es mejor aducir medidas preventivas y enviar a los colegas de la Trujillo a otra parte o pedirles que vengan después de las elecciones. Cualquier cosa antes que meter la pata en plena campaña autonómica.
Doscientos cincuenta tíos deciden quién tiene derecho y quién no a reunirse en la ciudad y el inútil del delegado del Gobierno se acurruca como se ha acurrucado cuando los vigilantes de la playa del nacionalismo se dedican a machacar a los simpatizantes del PP en el oasis. En el oasis, a ver si lo entienden, nadie que circule por fuera del miserable Pacto del Tinell tiene derecho a existir, a pensar, a vivir. Pueden existir los tíos que ocupan viviendas, los que queman contenedores, los que asaltan comercios, los que toman plazas y calles enteras, los que revientan fiestas populares. A esos, ni toserlos: si es necesario, se echa a los ministros europeos. Ahora bien, esa chusma españolista que se cree con derecho a pensar, a votar, a discutir, que sepa que le esperan los Lópeces de Martorell con el puño cerrado y la bilis excitada. ¡Hasta ahí podríamos llegar!
Así están dejando éstos el patio. Que conste.


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