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30 de marzo de 2007

¿Se puede gobernar con gente así?


Montilla quiere dedicar su tiempo político al frente de la Generalitat a gestionar las cosas y hacer poco ruido, lo cual es una apuesta sensata y digna de agradecimiento. Pero no toda la felicidad es posible teniendo al lado a cuatro tipos desleales, pelmas y políticamente indeseables disfrazados de antisistema y encantados de haber visto el horizonte de independencia a las pocas horas de haberse dado un atracón de «calçots». La última proeza de los chicos asamblearios de ERC ha consistido en desestabilizar el Gobierno del que ellos forman parte mediante la oferta formal de coalición al partido que ocupa la acera de enfrente, cosa inusitada en la política europea y que si se produjese en cualquier sociedad políticamente normal provocaría una crisis sin precedentes. Aquí, afortunadamente, nadie les ha tomado en serio. Montilla, el impávido vladimir de la política española, ha suspirado melancólicamente y ha vuelto la mirada a los papeles que tenía en ese momento encima de la mesa. Los nenes han vuelto al redil no sin antes dejar un poco más estropeado el perfil de los políticos catalanes. ¿En qué ha quedado todo, pues? En que el Gobierno catalán es un edificio algo resquebrajado y en que ese tipo de rajas nunca se sabe cuándo se acaban de abrir y se llevan por delante la consistencia de la obra. Todo por ganar posiciones de cara a las elecciones municipales. Si ERC quería explicitar severamente sus posiciones independentistas de cara a ampliar su electorado no necesitaba poner boca abajo un gobierno con pocos meses de vida que sustituye a otro gobierno al que también lanceó en dos ocasiones. Sin embargo, les puede el ruido, la necesidad de recordar que son lo que son y que vienen de lo que vienen. Dicen que les importa la proyección de la Cataluña moderna y no tienen reparo en ensuciar el ambiente político de su comunidad, en insultar a los ciudadanos alterando su tranquilidad. Dicen que trabajan por el futuro independiente de Cataluña y con una sola de sus iniciativas logran concitar toda la antipatía de los sectores bizcochables. Dicen que gobernar para los ciudadanos es lo primero y olvidan a las primeras de cambio los problemas cotidianos de los catalanes para someterles a una tensión permanente e innecesaria. ¿Cómo se puede gobernar con gente así?

La independencia de Cataluña es un nirvana absurdo en el que no creen ni sus propios propagandistas. Confeccionaron un estatuto innecesario en el que todos adoptaron las posturas políticamente correctas y se llevaron el revolcón de una ciudadanía que les dio la espalda en un referéndum al que acudieron a votar menos de la mitad de los catalanes. Tan preocupados no estarían. Los mismos que ahora esgrimen ese estatuto como joya intocable del imaginario catalán votaron que «no» en el Parlamento y pidieron el voto negativo al electorado. Ahora, sin embargo, entienden como una cuestión de honor histórico que no les toquen ni una línea. Qué disparate. Por si fuera poco, a las primeras de cambio, consideran las elecciones municipales venideras como una suerte de refrendo histórico sobre algo tan trascendental como la independencia de un territorio y plantean la sustitución de un gobierno por otro a cuenta de una consulta popular que ni pueden hacer ni tampoco pueden ganar. Con individuos semejantes se tiene que establecer la política diaria de las cosas, se tiene que decidir qué carreteras construir, qué hospitales edificar, qué educación impartir y qué impuestos determinar. ¿Alguien en su sano juicio cree que se puede gobernar en condiciones como esas y con sujetos de ese jaez?

La maldición de la política catalana cae como una losa sobre una población asombrada y timorata. Saben que están haciendo el ridículo, lamentan su suerte y, sin embargo, se sienten acogotados para reaccionar ante una parte de la clase política que pone en solfa su prestigio de pueblo sensato. El sainete<


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