En Francia están en eso, en lo de los «ascensores sociales». La metáfora es algo cursi, pero es gráfica: la escuela sirve para elevar de clase social a aquellos que viven en los sótanos de la sociedad y aspiran a liderar ésta algún día. El Servicio Militar, dicen los franceses, también hacía su trabajo: igualaba a todos, les imponía disciplina, aglutinaba todas las procedencias...
Aquí en España sólo sostenía eso Felipe González, que como era de izquierdas podía decirlo sin que le apedreasen; de haberlo dicho alguien de la derechona hoy sólo sería ceniza en el viento, un verso borrado, un agujero en la memoria. Se dice que ha fallado, también, algo más prosaico: los hijos ya no cobran las subvenciones que cobraban sus padres, y si, por demás, el islamismo se cuela por las rendijas que dejan las llamas de la ira y de la borrachera, el cuadro queda redondo. En cualquier caso, casi todos aceptan que se puede resquebrajar el supuestamente sólido ensamblaje de la República y, de pronto, reaparecer el frío fantasma del extremismo, o sea, Le Pen y su patulea.
Los fallos estructurales evidenciados en la misma Francia que ha liderado los cambios político-sociales de Europa suenan a un viejo «ya lo decía yo»: numerosas voces venían hablando durante años -repasen la espléndida Tercera de ayer de Quiñonero- del error contumaz de las últimas administraciones consistente en cerrarse los ojos voluntariamente ante la aglomeración de las simbólicas afueras y en descuidar la cimentación y prestigio de las fórmulas para mejorar la calidad de la enseñanza y civismo de las personas. Europa ha vivido de perfil a sí misma, a su futuro: ha preferido quedar bien en las fotos, como anteayer Gran Bretaña, y no atajar sin complejos los desafíos de su tiempo.
No es casual que la Europa que se abandona ante el desorden de sus estructuras sea la misma que se desentendía paralelamente de los crímenes genocidas de Milosevic y Karadjik en lo que iba quedando de Yugoslavia. Tuvieron que venir los americanos a bombardear, acuérdense. Esa Europa liderada por la Francia que hoy se debate en cerrar las puertas y echar a cajas destempladas a sus demonios particulares, es la acobardada Europa que quiere pasar a la historia como la garantista de su propio hundimiento.
Recientemente, una consejera de la Junta de Andalucía declaró, tras la actuación vandálica de jóvenes borrachos de insolente brutalidad, que no había que «satanizar la violencia juvenil»: ese «nunca pasa nada» de muchos responsables políticos nos cuesta a los ciudadanos que nos quemen el coche y que asistamos perplejos a la realimentación a la que, por pasiva, se somete a estos colectivos. Colosal falta de autoridad. Si los líderes del momento están hechos de una pasta tan ligera e irresponsable como la que configura a esta singular consejera, nada puede extrañar que, por acumulación de dejaciones, se alimenten y multipliquen las iras inexplicables.
Los ascensores se han estropeado hace años en Europa porque hemos gobernado con eslóganes y estribillos de guitarras vulgares durante años, y así la escuela se ha convertido en una fábrica de mediocres -vean los especímenes que se manifestaron hace un par de días por las calles de España en contra de la LOE- y las fronteras en un coladero que no ha sido capaz de distinguir al que venía legítimamente a trabajar, progresar y contribuir, a su vez, al progreso común, del que carecía de interés alguno por asimilar la cultura y costumbres del país receptor.
Ahora que Rodríguez Zapatero está de visita por Francia, que recapacite sobre el terreno, si es que la compañía de Chirac ha invitado alguna vez a una reflexión que no sea la de huir despavorido. Y que se apunte a un cursillo rápido de reparación de ascensores. Que la cosa también puede reventar