Tenía noticias de que Scilingo quería venir a España. Entonces dirigía yo un programa en la Primera de TVE y consideré que su presencia en el mismo resultaría interesante siempre que se atreviese a relatar y a denunciar los asesinatos que él y sus compañeros cometieron durante la terrorífica dictadura militar argentina.
El paso que dio este oficial de la Marina resultó, en su momento, desconcertante: hasta ese día, ni un solo militar había cruzado esa delicada línea que separaba la complicidad de la delación. Scilingo fue el primero y lo hizo de forma estentórea, con una frialdad pasmosa: los vuelos de la muerte existieron de verdad y consistían en narcotizar a individuos y lanzarlos al mar aguas adentro. Estremecedor. El oficial delator sabía que iba a estar más seguro en España, aunque fuese en la cárcel, que en las calles de Buenos Aires expuesto a las iras de sus compañeros de oficio.
Aceptó la invitación y, no sin dificultades, tomó al segundo intento un avión con destino a Madrid, donde le estábamos esperando para acercarle al estudio de televisión y recoger su testimonio. Luego, lo que fuera de su vida era cosa suya y de la justicia. El guión no pudo establecerse de esta guisa porque Baltasar Garzón ordenó, en cuanto pisó suelo español, su ingreso en Carabanchel. Negocié con él, que no conocía los extremos del viaje, un permiso urgente para grabarle una entrevista en la misma prisión. Garzón me lo concedió. Scilingo reconoció en aquel breve encuentro que había sido víctima de intento de secuestro y de varias agresiones, al objeto de que no contara nada acerca de lo que ocurría en la Escuela Mecánica de la Armada ni acerca de los terroríficos vuelos de la muerte decididos por el propio almirante Massera, en los que se arrojaron al mar más de cuatro mil personas. Y reconoció, efectivamente, que esos cuatro mil ciudadanos habían sido anestesiados y lanzados sobres las frías aguas del Río de la Plata en los primeros vuelos, y del mar en todos los demás. Alguno de ellos había sido arrojado del avión sin ni siquiera haber sido adormilado por inyección alguna. Scilingo confesó que el propio capellán de la Armada le había eximido de culpa o remordimiento alguno manejando el argumento de que lo que habían vomitado al mar no era sino escoria humana.
Tras una peripecia penal accidentada, Scilingo se enfrenta ahora a un tribunal que le juzga por los crímenes que cometió. El ex oficial argentino niega ahora la mayor y asegura que mintió de forma estratégica, sin aclarar debidamente con qué fin. Es un problema que atañe exclusivamente al tribunal y éste ya sabrá qué hacer, pero la consideración final no puede dejar de incluir la paradoja de que Scilingo va a ser el único militar argentino condenado por los crímenes cometidos durante la dictadura argentina. Ni Astiz, el terrorífico torturador de la Escuela Mecánica, ni Videla, el jefe del clan, ni ninguno de los jefes de las juntas han conocido más prisión que la meramente testimonial. Ninguno se ha arrepentido ni ha confesado sus crímenes. El único que dio un mínimo paso, aunque ello no le exima de su responsabilidad criminal, fue Scilingo. Y Scilingo, curiosamente, sin ser ningún santo ni nada parecido, se va a tragar el marrón.
Cuando, hace un par de días, se desdijo de sus declaraciones recordé nuestro encuentro. No tuve tiempo de saber qué intención se escondía tras el paso dado al aceptar mi invitación a España. No he sabido qué hay tras sus palabras: arrepentimiento sincero, estrategia para evitar responsabilidades, conciencia atormentada, mero y puro disimulo hipócrita, deseo de quitarse de en medio... no lo sé. Los jueces sabrán valorarlo. Pero vean lo que es la vida: Scilingo huyó de Argentina para deshacerse de la condena pública y privada por su pasado y se ha encontrado aquí en España con la Justicia que han esquivado sus compañeros.