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7 de enero de 2005

El odio de Puigcercós


Con ese aire de mafioso de opereta que da el vestir corbata con camisa oscura, Puigcercós se ha asomado a sí mismo para bramar con el destemple propio del asiduo a los gintonics de garrafón. En ese arranque tan catalán de menospreciar todo aquello que es ajeno al diseño sentimental del terruño propio, el portavoz étniconacionalista ha adjudicado a Madrid, centro de todos sus odios, la característica social de sólo saber entenderse a tortas. Ahora dice él -y los babeantes que siempre le excusan- que se refería, en realidad, a los medios de comunicación de Madrid; pero no, no se refería a este columnista, por ejemplo, que ni es de Madrid ni vive en Madrid ni trabaja en Madrid: se refería, simple y llanamente a Madrid, ese totémico enemigo que todo lo pudre y que encarna en su seno paisajístico y humano todos los males.

A Puigcercós le ha surgido, en un arranque que algunos gustan de calificar de «inteligente», el hutu que lleva dentro, el odio intestinal que alimenta a diario contra el que considera el peor pueblo de la tierra, esos tutsis que nada merecen sino desaparecer. La complaciente Prensa barcelonesa -la misma que sigue rendida como en la época del alcalde Porcioles- despacha el asunto asegurando que hay que desactivar la intencionalidad de sus palabras y que lo grueso de la sal de su verbo no es más que una pillería propia de un «Dimoni Pelut». Y así, de desactivación en desactivación, vamos cargando de pólvora la expresión hasta el estallido final.

El odio de Puigcercós no varía mucho del de sus conmilitones independentistas. Todos los nacionalismos son iguales, especialmente en creerse diferentes, pero el de los independentistas vascos y catalanes conlleva, además, el odio que se expresa en el ojo teñido de sangre, aquél que es capaz de particularizar en cada uno de los habitantes de una ciudad símbolo -como puede ser Madrid- los males que políticamente se le adjudican. Insultar a Madrid sale gratis, como insultar a España. Es gratis, también, vejar a sus ciudadanos. Si un político madrileño tuviese la ocurrencia de decir que el único lenguaje que entienden los catalanes o los barceloneses son las tortas, y que además se las merecen, tendríamos organizadas ceremonias expiatorias por medio país. Al revés, en cambio, es posible. Todos los habitantes de la Barcelona de un mundo feliz, los que lloraron la muerte de Copito de Nieve, son los que ni siquiera se atreven a avergonzarse de que, desde su nombre, se menosprecie y se insulte como hace el portavoz. Ni un movimiento, ni una palabra. Todo el mundo quieto, que aquí hay que aplicar siempre el sentido común, la moderación, el no pasa nada.

Entretanto, Rodríguez Zapatero ni se inmuta. Sigue con los gansos en Doñana haciendo la estatua. Empieza a recordarme a Kirchner. Como mucho suelta una arenga surrealista en una residencia de ancianos de Sevilla acompañado de Chaves, su otra estatua favorita, y se vuelve a dialogar con el lince. Ibarreche y Puigcercós han olido la sangre, como el tiburón, y quieren aprovechar hasta la última gota del hombre que sólo sabe decir «yes». Tal vez él confíe en que los de Esquerra no se atreverán a dejarle solo porque entonces se quedan sin la ubre que todo se lo concede, pero si lo hace corre el riesgo de que en un subidón de aguardiente se les exacerbe la rabia y tiren de un manotazo todas las fichas del tablero.

Es decir: si las provocaciones calculadas para alimentar odio tribal que Puigcercós y los suyos sirven en bandeja cada mañana no se cobran pronto ninguna pieza, entonces acabarán con el sueño que le hizo confesar a Rodríguez aquello de «Sonsoles, ¿te das cuenta de que cualquiera puede llegar a ser presidente de Gobierno?».
 


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