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4 de octubre de 2002

Banderita, banderita


Otra pelea por lo obvio. ¡Qué pereza! Otra vez hay que lancear el verbo en batallas por la evidencia. Otra vez, queridos míos, es menester enguatarse de resignación y debatir acerca de un asunto que debería haber quedado solventado un buen puñado de años atrás. ¡Las cosas que tiene esta España! ¿De veras que está pasando lo que está pasando?

Ha llegado el punto en el que los españoles debemos renunciar definitivamente a nuestra bandera si no queremos convertirnos para siempre en unos agentes contaminantes de irritación. El izado de una enseña nacional en la Plaza de Colón de Madrid se ha convertido, de repente, en un suceso controvertido que ha mostrado a las claras cuán indignantes resultan las apreciaciones de unos cuantos políticos acomplejados. Algo tan obvio como izar, con toda la solemnidad requerida, la bandera del país en el que se vive ha sido considerado «una provocación insensible» por la oposición socialista -o por parte de algunos de sus portavoces- y por la no menos estupefaciente oposición comunista. No digamos por los permanentemente arrebatados voceros nacionalistas. El argumento no ha sido otro que el que consagra la suerte de que la rojigualda ofende sensibilidades concretas a las que, por lo que se ve, es mejor no molestar. Es decir, que nos la metamos por donde la luz no brilla, allá donde se confunden el esfínter y los territorios de negro plisado por el que fluyen, ora en melena, ora alquitranados, los despojos de nuestra ingesta. La sola visión de una bandera de tamaño equivalente a un piso de protección oficial ha llenado las consultas de alergólogos de Gerona, de Orense, de Bilbao, y ha entrecortado la respiración, de por sí sensible, de aquellos que llevan años empeñados en destruir cualquier símbolo de unidad con el que podamos manejarnos los españoles. Estos, nosotros, lo mejor que podemos hacer es guardar clandestinamente en nuestro altillo toda alegoría de lo español y disimular en lo posible nuestra condición de tal; de lo contrario, un alud de impertinencias caerá sobre nuestras cabezas proveniente de aquellos que, curiosamente, hablan en nombre del pueblo español y dedican parte de sus días a conseguir su bienestar. Obviamente, un grueso de inconformistas ciudadanos ha manifestado su perplejidad por el hecho de tener que pedir perdón por exhibir un blasón tan constitucional como el primero, pero poco importa que el número de ellos sea lo suficientemente significativo como para que los autores de la estupidez en cuestión reflexionen siquiera un ápice: antes al contrario, siguen erre que erre con su discurso acomplejado, entreguista y trasnochado. Vienen a creerse los Calderas de turno que aún viven en el tardofranquismo aquél que nos restregaba la bandera como quien limpia los cristales de las oficinas de Ferraz.

Han pasado veinticinco años de la consagración constitucional de los símbolos de España y medio Congreso de los Diputados parece no haberse enterado; con el agravante de que no perciben lo contraproducente que resulta molestar y avergonzar a tantísimos españoles que se tienen por tales y que asumen con absoluta normalidad y cálido acogimiento su propia bandera. Si parece evidente que esta no puede quedar recluida en las manifestaciones deportivas en las que juega la también discutida Selección Nacional, más aconsejable aún resulta su exteriorización en ágoras determinadas: por ejemplo la plaza que glosa la aventura fascinante de los españoles que anduvieron de picos pardos por el nuevo mundo. Todo individuo perteneciente a las colectividades culturales y políticas de este viejo Estado muestra sus banderas sin recato ni pudor: no digamos los que, teóricamente, resultarían ofendidos por el homenaje a la enseña española. Los que, en cambio, somos capaces de plantar un par de mástiles en nuestro corazón, tenemos que avergonzarnos de uno de ellos.

Esto no hay quien lo entienda. O sí,<


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