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1 de diciembre de 2001

Balada por Harrison


Le gustaba a las chicas, en un principio. Era reservado, místico, oculto, vergonzoso; su aspecto de haberse criado en un curto oscuro inspiraba instintos maternales y hacía que cada una de ellas quisiera redimirle de tanta tristeza. Luego ya gustó a todos e influyó en ello el hecho de que nunca se supiera a ciencia cierta lo que pensaba. Era el último en salir de los aviones y el que menos saludaba cuando había que agradecer las salvas de aplausos de batían en el mundo entero. Y fue, más tarde, el gran beneficiado por la separación del grupo: John y Paul absorbían todo el polen de Dios y ocupaban al completo la foto del talento taponando ese vuelo de mariposas místicas que planeaba por su cabeza. Le cantó al Señor, conmovió corazones y se fue a la India. Uno nunca sabía si te iba a soltar un sermón o si acabaría volviéndose majara de tanto sándalo espiritual prensado pacientemente en sus vinilos, pero gustaba su aire cansino y su aspecto de estar preocupado por el futuro de las plantas. Floreció, como no podía ser de otra manera, y escribió alguno de los himnos generacionales más trascendentales en la vida de los que ya no tenemos edad de manifestarnos por la LOU ni de planear vacaciones en campamentos de verano.

Tras su muerte, vuelve a repetirse aquél dolor espinal que nos atravesó de parte a parte el día en que mataron al antipático de Lennon: supimos que nuestros héroes eran mortales y que se nos negaba la oportunidad de seguir sorprendiéndonos con sus cosas, con sus baladas ya desencantadas, con sus cantos esotéricos por la paz, con sus revoluciones revestidas de segunda juventud, con todo eso. Muere Harrison y se muere una fotografía psicodélica en la que un sol se nos va viniendo encima, como un preludio de calor eterno, mientras nuestra guitarra imposible suena gentilmente, suavemente. Como John, George aún tenía masa encefálica preparada para seguir traduciéndola en fragmentos de gloria.

Unos cuantos años más nos hubieran desvelado aquella pregunta que nos hacíamos cuando pensábamos en qué serían capaces de hacer los Beatles cuando fueran viejos: ¿podrían emocionarnos con una melodía envenenada de belleza? Miraremos de nuevo a Paul, el icono creativo superviviente, suplicándole que lo haga, que nos transforme, de nuevo, en seres vivos capaces de excitarnos y agitarnos, de tomar una bandera por el mástil blando y lento de una canción, de una sencilla canción, y ondear sentimentalmente los años soñados.

Es una frase hecha, lo sé, pero con George también muere un algo de nosotros. Ese algo que persiguen tanto los poetas raros de entretiempo.


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