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21 de octubre de 2004

Queridas idioteces


A lo largo de estos días nos venimos acordando con frecuencia del, por otra parte, inolvidable Luis Carandell, exquisito caballero del decir y no menos puntiagudo observador de la realidad grotesca y risible de nuestro país. Si Luis estuviese entre nosotros, además de ganar todos por la compañía de un ser excepcional, a buen seguro hubiésemos gozado de la descripción pormenorizada que hubiese realizado de la concatenación de hechos -más frecuentes día a día- con la que nos sorprende cada imprevisto amanecer. Esta España nuestra, o lo que queda de ella en el imaginario colectivo de un nutrido grupo de resistentes, no abandona la costumbre de generar dislates propios de un mozalbete que aún no sabe qué quiere ser de mayor. Al gozar de la fortuna de estar gobernados por un partido de corte progresista, con un presidente permanentemente asido a una guitarra con la que entonar un perpetuo «cumbayá» y así cambiar al mundo -José Luis y su Guitarra-, todo aquello susceptible de ser tocado por el virus de lo políticamente correcto evolucionará indefectiblemente hacia el ridículo más espantoso.

Sin ir más lejos, una Secretaria de Estado a la que se le adjudicó la loable tarea de velar por la igualdad -se supone que de oportunidades- de los españoles y las españolas, sufrió una apoplejía indescriptible el día que comprobó que unas modelos de notable prestancia eran las encargadas de recoger las pelotas que los tenistas participantes en un torneo madrileño lanzaban impetuosamente fuera de la pista. Como consecuencia de la llamada al orden que emitió la preclara mandataria, rápidamente se organizó un debate a gran escala acerca de lo sexista de la medida: además de las consabidas tonterías que se suelen escuchar cuando uno se debe colocar lo mejor posible en la «pole position» de la progresía, sorprendió que la misma funcionaria de alto rango no hubiese puesto el grito en el cielo con motivo de la aparición, al objeto de entretener al público, de modelos bailarinas ligeras de ropas en los intermedios de los partidos de la liga de baloncesto o que no lo hiciera el día en que las ministras del gobierno posaron con modelos de firma para una conocida revista internacional. O que haya callado sospechosamente durante el tiempo que han coincidido ella en el cargo y las chicas del Telecupón en el Telecupón. Puede que sólo sea aficionada al tenis, deteste el baloncesto y que no le gusten los juegos de azar, a pesar de su conocida labor social. Puede; pero no deja de resultar llamativo.

Coincidiendo con esa rebelión de conciencias que se alzó tras la alerta social que despertó el lamento de tal señora, un nutrido grupo de diputados del grupo mixto -nutrido y mixto son antitéticos, pero yo me entiendo-, más otros cuantos de la inefable Esquerra de Carod y de la no menos enternecedora Izquierda Unida de Llamazares, alzó su voz para impedir que la televisión pública ofreciese corridas de toros en horario infantil. Desconozco los límites del horario de los hijos de sus señorías, pero colijo que su pretensión abarcaba desde las seis de la mañana hasta las tantas de la noche, hora en la que hay que ser muy, pero muy, aficionado para estar pendiente de las evoluciones habitualmente aburridas -a tenor de cómo está la Fiesta- de los matadores del momento. El argumento principal que manejaban estos íntegros guardianes de la salud pública era que el equilibrio psicológico de los niños españoles podía verse seriamente alterado por coincidir momentáneamente con la visión de un pase de pecho de Enrique Ponce o de un par de banderillas de El Fandi, alerta que nos llenó de congoja a muchos al pensar que hemos convivido durante años con la exposición de la Fiesta en las televisiones y que ello puede explicar que hayamos salido como hemos salido. Algunas mentes calenturientas quisieron ver en argumentario tan brillante -ignoro si desarrollado en catalán a tenor de la práctica ya


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