Allí habita nuestro hombre, fiel e inamovible como una roca
José Manuel Enrique Escobar, el hermano portero, era un economista sobrado y resuelto, engarzado en el seno de una familia agradable y con el suficiente mundo y experiencia como para ver la vida futura sin excesivas vacilaciones. Pero un día lo dejó todo y se fue al calor de la regla de San Benito, a vestir el hábito marrón de los monjes de Leyre, en Navarra, donde el abad Virila dicen que salió a pasear por los alrededores y descubrió, en un solo sueño, el concepto de cierta eternidad: después de cabecear a la sombra frondosa de un árbol, volvió el abad al monasterio y, tras ver que el portero no lo conocía y vestía con el blanco del císter, comprobó que habían transcurrido 300 años. Allí habita nuestro hombre, fiel e inamovible como una roca, guasón y brillante, generoso e inteligente, y allí voy a buscar yo su conversación año tras año. Leyre, como otros monasterios, ha dispuesto de un par de habitaciones para aquellos que quieren pasar dos o tres días compartiendo vida con los monjes. Son celdas sencillas y confortables –los benedictinos no son cartujos ni nada parecido– en los que uno puede pasar el día encerrado o de las que puede salir a las cinco de la mañana a compartir con los frailes el primero de los oficios del día.
Gregoriano y rezos. Y paseo, y charla. Y luego, comedor. San Benito entendió que el hombre que dedica su tiempo contemplativo a la oración tiene que estar debidamente atendido en sus necesidades alimenticias. El refectorio de Leyre, donde se come en silencio, donde se escuchan las lecturas debidas, es lugar donde se come y se bebe. Nada opíparo, nada lujoso, pero todo agradable, con botella de vino incluida. Los años en que me dejo caer, me gusta cocinarles a los monjes un día. Les hago algunos arroces o algunos guisos sureños que esperan agradecerme una vez salimos al impresionante claustro a charlar durante algunos minutos.
Cada uno, después, se va a sus labores y reaparece en los oficios de la tarde. Me gusta charlar con gente como ellos, como José Manuel, que permanece conectado al mundo igual que a Dios, que sabe lo que se cuece en la calle, y que cultiva celosamente su alma generosa y deslumbrante. Y luego está la licorería. Ahí los benedictinos tienen larga y fructífera tradición. Germán, el hermano licorero, lleva años viviendo en ese pequeño y deslumbrante caserón anexo, en el que destila invenciones y almacena vinos. El trato de Germán, castellano viejo que parece salido de las escenas más enternecedoras de Marcelino, pan y vino es mejor regalo aún que sus mejores botellas. He sabido que Manolito, el hermano lavandero, secularizó: era joven, llevaba media vida en la orden, pero un buen día cambió de criterio y marchó de nuevo al campo, con sus padres. No sé si a Ramón Iñaki le ha pasado lo mismo. Ramón Iñaki era fontanero, electricista, arreglatodo y pintor. Se pasaba el día en el monasterio, al que subía cada mañana a trabajar desde Yesa, llamado por la congregación, que cuando no les fallaba un grifo se quedaban sin agua caliente. Un buen día decidió dejarlo todo y quedarse. Trabajaba sin descanso, la verdad. Hasta cocinaba.
El monasterio tiene una hospedería añadida y colindante, con restaurante excelente, donde puede quedarse cualquiera. Yo prefiero, con todo, quedarme con ellos y vivir una breve inmersión en otro mundo, en otro tempo, en otro orden de valores. Conversar con José Manuel, beber con Germán, rezar con toda la alineación de frailes es un frenazo saludable cuando llegan los primeros días de julio. A la vera de la sierra de Leyre, sobre el pantano de Yesa, desde más o menos el siglo IX, Leyre espera con los brazos abiertos a peregrinos propios y extraños. San Benito, que era el mejor, lo dejó dispuesto así. Unos pueden acudir para conocer la espectacular cripta de capiteles bajos abierta al público, otros, por sentir el suave cosquilleo de Dios en un costado. Otros, por buscar el canto del jilguero que entretuvo a Virila. Todos, en cualquier caso, por conocer a gente como José Manuel, caballero de antiguo que cabalga sin prisa agarrando con la misma mano un libro de cánticos y un cigarrillo rubio.