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17 de julio de 2005

Razones para leer a Wilde


Le perdía esa reputación de dandi, esos modales, esa dicción impecable

 

Muchas. Un tipo capaz de aseverar que el periodismo justifica su propia existencia en virtud del gran principio darwiniano de la supervivencia de los más vulgares es merecedor de todo tipo de atenciones. En principio, a Wilde, Oscar Wilde, no le gustaba excesivamente conocer a mediocres, que para él eran la mayoría: solía decirles aquello de «Me alegra que haya venido: hay cien cosas que no quiero decirle». Luego los remataba asegurándoles que no le gustaban los principios… prefería los prejuicios, y detestaba a las personas que hablaban de sí mismas, cuando en realidad querían hablar de él mismo, como le ocurría a él. Le perdía esa reputación de dandi y de persona de gran ingenio, esos modales, esa dicción impecable. Un día lo ridiculizaron por falta de naturalidad y replicó: «Ser natural es una pose demasiado difícil». Todo dicho.

Finalizaba el siglo XIX cuando emprendió ese viaje por América –él era de Dublín– en el que descubrió su bisexualidad. Tenía veintiséis años y un par de hijos con Constance Lloyd, suficientes arrestos como para provocar a los más timoratos de su época y la valentía necesaria como para presentar querellas por libelo a los que lo expusieron al chantaje y la deshonra. Perdió en los tribunales y fue condenado a un par de años de cárcel. Ahí escribió De profundis, obra que remataba la grandeza de sus grandes éxitos teatrales londinenses, La importancia de llamarse Ernesto o Una mujer sin importancia, o sus relatos inverosímiles conocidos por la mayoría silenciosa de admiradores vitales que siempre ha atesorado. El retrato de Dorian Grey o El crimen de Lord Arthur Saville y otros relatos son ejemplos de ello. Los escándalos que le interesaban eran los de los demás: acostumbraba a decir que los suyos le aburrían, ya que no tenían el atractivo de la novedad. Y detestaba tanto la prensa que a más de un entrevistador, después de espetarle «Espero que me tergiverse, joven», le advertía que en los viejos tiempos los hombres tenían el potro, artilugio de tortura, pero que en ese momento tenían la prensa. En el fondo, a Wilde le parecía que siempre valía la pena formular una pregunta, aunque no siempre valía la pena contestarla, por eso afirmó con desdén el día que le preguntaron sobre su reputación que la vida era demasiado importante para hablar en serio de ella y que Dios, al crear al hombre, sobreestimó un tanto sus facultades. «Cuando la gente se muestra de acuerdo conmigo, pienso siempre que estoy equivocado», les decía a los que asentían sin más a sus provocaciones ingeniosas o rabiosamente inteligentes. En una ocasión respondió a la pregunta consabida de cuál era su lectura favorita diciendo que nunca viajaba sin su diario, ya que siempre había que tener algo sensacional que leer en el tren. Y cuando quisieron retratarlo con sus ideas sobre la religión no tuvo más ocurrencia que contestar que la religión era el sustitutivo elegante de la creencia. Hubiera hecho las delicias de algunos manifestantes del orgullo gay: aseguraba que las religiones morían cuando se demostraba que eran verdaderas y que la ciencia no era sino la historia de las religiones muertas. Se entiende por qué Wilde no creía en casi nada: el verdadero artista cree absolutamente en sí mismo, porque es absolutamente él mismo. Hay que leer a Wilde porque desdeñaba a sus contemporáneos –especialmente a Dickens, que le precedía un puñado de años– y porque acabó casi en la indigencia, valores ambos indudablemente benditos para los malditos. Hay que leerlo porque consideraba que los escritores antiguos presentaban como hechos ficciones deliciosas, mientras que los novelistas de su época presentaban hechos insulsos bajo la apariencia de ficción. Y porque en una ocasión le espetó a un periodista: «Estoy seguro de que tiene usted un gran futuro en la literatura… por lo mal entrevistador que parece ser. Estoy convencido de que debería usted escribir poesía. Ciertamente, me gusta mucho el color de su corbata. Adiós».

Consideraba que los genios siempre estaban hablando de ellos mismos, cuando lo que él quería es que pensasen en él…
Cosas del talento.


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