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12 de julio de 2004

Aire acondicionado


Dejó dicho el insustituible Eduardo Mendoza que un ejecutivo agresivo de nueva hornada se diferencia del resto de los mortales fundamentalmente en que siempre tiene calor. Efectivamente, esté donde esté, el imparable y brillante agente de multinacional de nombre difícil de deletrear suele decir aquello de “qué calor hace aquí”, aunque esté funcionando el aire acondicionado o aunque la temperatura ronde los veinte grados, sea verano, sea invierno, pasee por la calle o se encuentre en la sala de reuniones de su empresa.

Debe ser que tienen miedo a sudar y mancharse, no lo sé, pero se da el caso curioso de que siempre le piden a su asistente personal --que es la forma políticamente correcta de llamar a su secretaria-- que baje un poco el termostato. Partiendo de la base de que soy partidario de abrir el proceso de beatificación de Willis Carrier, inventor a principio del diecinueve del aire acondicionado, será fácil concluir que no concibo tan fácilmente la vida sin el enfriador del aire, pero manifiesto sin recato que de ahí a su abuso media un largo trecho. Carrier inventó una primera máquina para un industrial papelero que tenía problemas con las altas temperaturas de su fábrica, y partiendo de ese invento, perfeccionando, perfeccionando, fue creando sistemas a la medida de cada cliente.

El Cine Rivoli de Nueva York fue el primer local de la ciudad que pudo anunciar en la prensa que nadie más iba a pasar calor en sus sesiones, con lo que las colas que se formaron dieron la vuelta al barrio. Después del Rivoli, todos los demás; hasta llegar, probablemente a su coche de usted, que más de una vez se habrá preguntado cómo se conducía antes de tener aire en los coches, cosa que ocurría no más de veinte años atrás.

No nos acordamos de lo que eran las rectas de La Mancha, por ejemplo, en una tórrida tarde de Julio con las ventanillas abiertas y la sensación de cansancio y suciedad a la llegada del trayecto. O sí nos acordamos: generalmente cuando subimos en un carro sin aire o con el aire estropeado. Pero decía que el invento del aire frío es uno de los más trascendentales de la historia, a la altura de la penicilina o el ascensor; sólo empaña su uso, precisamente, el abuso, el convencimiento de algunos de que si no está a diecisiete grados, es que hace calor.

Hay comercios en los que entras y crees haberte confundido con las cámaras frigoríficas de cualquier matadero --hace no mucho, entré en “Friológic”, que es una magnífica empresa de frío industrial en Mercamadrid, y no noté mucha diferencia con algunos centros comerciales de moda--, y otros en los que, al salir a la calle, te sientes volver a lo más hondo de los infiernos. No digamos los cines, que hay que ir con abrigo en pleno agosto. Y las oficinas, sobre todo las oficinas: vas a cualquier trámite y tardas media mañana en aclimatarte a la temperatura a la que el yuppie tiene el despacho.

Y en no pocos restaurantes: hace unos días le hube de suplicar al propietario de un comedero de pescado que dejase de enfriar un poco el Iglú en el que se había convertido aquél salón, por otra parte hermosísimo, ya que corría el riesgo de que se congelase el material, fresquísimo, que guardaba en sus cámaras. Hacía más frío en las mesas que en las neveras.

Algún cliente refunfuñó, pero la mayoría aprobó el gesto de acercarse al aparato con el mando en la mano, como si fuese un revólver, a ajustar ese invierno inoportuno. Al igual que puede haber un abuso inadecuado de las secadoras de ropa, a la que de vez en cuando parece bueno que le dé el sol, también lo hay del invento de san Willis Carrier.

Este verano se ha comprobado ya con los ataques de calorina que se han vivido en todo el país; pero aunque no haga calor, da igual: siempre habrá quien lo tenga y desenfunde el mando p


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