Hablaba bajito, sin estridencias innecesarias, sin emborracharse de jergas
Yo era, forzosamente, un chaval. Al poco, enamorado de la radio, pero un chaval. Tengo fija la imagen de un aparato receptor en casa de mi primo Enrique, que era el más musical de todos, del que salía una voz elegante y docta, cálida, muy sencilla; y una música que me hablaba de mi tiempo, del que estaba viviendo y del que me esperaba.
Era Ángel Álvarez, supe después. Traía sonidos delirantemente hermosos y empezaba a enseñarnos quienes eran los Jefferson Airplane de Marty Balin, que eran exactamente los que sonaban aquél día y que ya llevaban un par de años asombrando a aquella América a la que volaba semanalmente el piloto hablador. Creo que fue culpa suya que yo ya no pudiera vivir sin tener a mano un artilugio a través del cual alguien me hablara, me abriera la vida en canal, le pusiese música a todas mis quimeras adolescentes, me contase cosas de mis grupos favoritos.
Empecé a buscar, y encontré a tipos fascinantes que hacían que quisiese volver antes a casa para escuchar mis himnos imprescindibles: José María Pallardó me revolucionó los mediodías con el inolvidable “Clan de la Una” en Radio Juventud y Rafael Turia, el gran e incomparable Rafael, Juan Comellas, Françoise, Jordi Estadella, Mariscal o Constantino Romero me llenaron la cabeza de rock y palabras. Pero todo partió de aquella voz de ángel que hacía de la sencillez y de la amplitud de gustos una seña de identidad: hablaba bajito, sin estridencias innecesarias, sin emborracharse de jergas, sin forzar aparatosamente el inglés, sin escucharse, sin mostrar pedantes erudiciones.
Le recuerdo en un vuelo que hicimos unos cuantos a Nueva York a ver al que creíamos iba a ser el último Dylan de su vida --menuda vista la nuestra-- en un DC 10 de la época, que era un avión que no le acababa de convencer como piloto que era, por cierto, y en el que nos impartió una corta lección acerca de la radio musical que se avecinaba, una radio en la que había que hablar poco entre disco y disco, decir lo justo, sin chillar y escogiendo muy bien lo que se quería que oyeran los del otro lado.
Vino esa radio pero tardó poco en sucumbir ante la arrolladora radio-fórmula que ahora ocupa los diales musicales, aunque él, en cambio, siguió hablando igual en su exquisito refugio de M-80, envolviendo su voz en ese elegante guante de terciopelo que le caracterizaba. Con ochenta y siete años seguía grabándose sus vuelos nocturnos en el estudio de su casa --fue el primero en hacer eso en España--, como si el tiempo no pudiera con él. Efectivamente, no podía, como no puede con los grandes.
Una de las última veces que le ví fue, curiosamente, en una presentación o rueda de prensa que dieron los Jefferson Starship, herederos de los Airplane, en una visita a Madrid, ya hace años de eso; Ángel tomó la voz cantante y habló con ellos como si fueran hijos suyos, y me acordé, inevitablemente de aquella tarde en la que le escuché hablar de los psicodélicos y contraculturales hippies de mediados de los sesenta que dieron lugar a esta otra formación liderada por Grace Slick, tan distinta a la original.
Tenía la virtud de hablar igual por la radio que en persona: no sé cómo lo hacía cuando tomaba el micrófono y le tenía que pedir disculpas al pasaje por algún retraso o informarle de que estaban sobrevolando la vertical de su querido Manhatthan, pero a buen seguro que lo hacía con esa quietud y elegancia que nos hacían creer que nos estaba hablando al oído, que es la clave del éxito de los que quieren moverle a uno los estados de ánimo. Voy a echar en falta mucho esa voz, la que nos embarcó a todos en el vuelo 605 durante años y años, la línea en la que volaban los ángeles.
Brindo por su memoria, Pro