En Santiago lo recogería después de verlo caer, pasmado, ante la plaza del Obradoiro
Por las calles se tiende a transitar; en las plazas, en cambio, siempre queda algo. Es la calle la que nos lleva a una plaza, como los afluentes a los ríos y los ríos a la mar. Hay un íntimo catálogo de plazas jugadas, sentadas, bebidas, amadas, como el forillo eterno de nuestra comedia. Recordamos más las plazas que las calles de la ciudad que visitamos; no digamos de la ciudad en la que crecimos. Son plazas que hemos conocido a plazos: siendo chiquillos, tras una pelota; adolescentes, tras un enamoramiento, o adultos, tras una soledad. ¿Cuál es la suya? Siempre hay una primera paloma perseguida o un primer pedaleo a ninguna parte. Un poderoso inventario de plazas mayores puebla la España de construcción lenta: no sé si me gusta más la de Valladolid, que ha quedado como un fresco rojo y centroeuropeo, o la de Palencia, con su Berruguete y su discreción natural. Me sorprende la eternizada fragilidad de la de Chinchón, donde Lucía me llevó de la mano a paladear el tiempo y la comida en el balcón del gran Rufino; me entusiasma la Corredera cordobesa, que desde el XVII jamás estuvo tan bella; me dejo ir silenciosamente por Castilla-La Mancha y su catálogo a medio conocer de preciosas perlas, Daimiel, Almagro, Villarrobledo; me maravillo en Sos del Rey Católico con su plaza repartida entre los arcos de medio punto y los ojivales, como lo hago ante la irregular y fascinante plaza que alberga todo lo albergable en Pedraza…
En ocasiones, me siento como aquellos soldados del duque de Angulema que al llegar a la divisoria de Sierra Morena descubrieron la campiña andaluza y, deslumbrados, sintieron la súbita necesidad de presentar armas. Lo contaba el vizconde de Chateaubriand, que tal vez fuera algo exagerado, pero que resumía en el gesto de los Cien Mil Hijos de San Luis toda una actitud romántica ante la belleza. Yo presentaría armas en Trujillo y en Tordesillas, donde más hermosura no cabe… ni más domingueros como el que suscribe tampoco; haría formar a todo un ejército para saludar las líneas soberbias del Cáceres amurallado que transita de la plaza Mayor a la de Santa María; en Vitoria lo haría desfilar desde la plaza Nueva hasta la del Machete; en Pamplona lo haría recorrer la plaza del Castillo de abrevadero en abrevadero; en La Coruña le haría rendir honores a la valerosa María Pita, que supo merendarse al pirata Drake; en Santiago lo recogería del suelo después de verle caer, pasmado, ante la plaza del Obradoiro… De plaza en plaza, de rincón en rincón, sorbiendo la secreta vida a plazos que han escrito los paseantes en la memoria intangible del aire, se escribe la historia de cada día. La plaza de España de Sevilla me veía cada mañana acudir a Capitanía a pedir la temprana orden del general, y me vio, poco más tarde, pelar la pava con aquella muchacha de abril que se encaraba al aire y le ganaba la mano sólo con un suspiro. Vuelvo a la plaza que Aníbal González creó en su fiebre incomparable y me dejo vencer por el sueño de ladrillo y tiempo, como si no hubiese pasado más que un puñado de días impares. El que está escrito en la plaza Mayor de un Madrid de sombreros, limonada y calamares, en la plaza Real de una Barcelona que miraba hacia otro lado o en la plaza Vieja de Almería en la que se recuerda a los ‘coloraos’ que se sublevaron contra el absolutismo real en el XIX. Las plazas de paseo y encuentro son las que nos han hecho como somos, paseantes de recinto y balcón, merodeadores de la misma piedra, barro cocido de la ciudad que amamos, poco a poco, plazo a plazo.