Para quien crea que los catalanes han sido unos ensimismados lugareños incapaces de salir de su terruño escribo la historia de unos emigrantes ejemplares a los que acaba de homenajear su pueblo natal con el rotulado de una calle con su nombre. Hablo de la emigración catalana a América, que fue especialmente vigorosa a finales del dieciocho y principios del diecinueve, y que centró sus viajes en Cuba y Puerto Rico --también México--, donde sembraron las islas de apellidos de inequívoco origen.
A La Habana marcharon una buena mañana Narcís Sala i Parera y sus familiares más directos en busca de la aventura y el futuro; dejaban atrás lo que entonces debía ser un pequeño pueblito costero y pescador, Lloret de Mar, hoy transformado en una mole turística a la que íbamos los de mi edad en busca de las rubias teutonas que paraban en el “Revolution”, discoteca de por entonces que no tengo ni idea si todavía pervive.
Narcís se inventó nada menos que el Floridita, donde sabemos, como quien sabe una oración, que Hemingway se ponía púo de los Daiquiris que había inventado Miguel Boadas, el cubano catalán que más tarde quiso conocer Lloret y se dio de bruces con una maravillosa mujer que le retuvo para siempre en Barcelona y gracias a la cual nació el “Boadas Cocktail Bar” que tanto lustre y vida proporcionó y proporciona a Las Ramblas. Boadas, hijo de catalanes, había nacido en la calle Empedrado de La Habana Vieja y fue empleado por los Sala Parera allá por los años 10, cuando la isla era el sitio al que había que ir y en el que había que vivir. Yo recuerdo el Boadas como el que recuerda una catedral; y recuerdo a la deliciosa María Dolors, hija del precursor, que allí sigue dando categoría sin descanso. Y los que conocieron a Miguel Boadas lo describen como una de las mejores personas que jamás pudo haber nacido.
Una buena parte de los emigrantes indianos que regresaban lo hacían más o menos adinerados, y volcaban sus reales en construir mansiones que recordaban la tierra en la que habían conseguido salir de la nada. Gracias a ellos no pocos lugares de España -- Lloret entre ellos, pero especialmente la asombrosa cornisa cantábrica-- están sembrados de una arquitectura colonial que recuerda aventuras apasionantes y pasados gloriosos. Sala i Parera, con Constantí Ribalaigua i Vert y su primo Francisco, eligieron quedarse, y fiel a sus orígenes mandó construir una ermita a la Virgen de Montserrat cerca del aeropuerto de Rancho Boyeros, que era en sí misma una réplica de la Iglesia de S´Agaró, y organizó una sociedad de ayuda a los catalanes que seguían emigrando a las Antillas que tengo entendido que aún pervive como entidad cultural. Muchos de los que acuden al Floridita no saben que su origen está en la inquietud de unos gerundenses que cruzaron el mar y quedaron fascinados por una tierra que le sacaba muchas cabezas de ventaja a la que les vio nacer. Vivir para ver, claro. Casi cien años después, el Floridita continúa desafiando el propio destino de la tierra en la que se creó, hoy condenada a un lento y desesperante marasmo de ineficacia y tiranía.
El que se va, antes o después vuelve. Y en esta ocasión lo ha hecho en la figura de sus familiares, residentes la mayoría en Estados Unidos, que han visto como la “Dona Marinera” de Sa Calavera acoge con su brazo levantado al horizonte la memoria de un tipo singular y decidido. En Lloret, digo, le han dedicado una calle a Narcís, el catalán que surgió de la nada y que no olvidó raíz ninguna, al que debemos homenajear cada vez que pisemos un local que estuvo lleno de gloria y que hoy resiste tozudamente el signo de los tiempos, en el que su primo Miguel empezó a confeccionar el inequívocamente catalán Daiquiri y en el que algún suspiro mediterráneo se dejó escapar más de una madrugada, agazapado entre la esperanza y la n