Cuando se bailaba lento, se procuraba uno agarrar todo lo posible a la joven deseada
Lo de mi tiempo no eran guateques, eran calentones. Calentones sin materia, está claro, pero calentones. Los jóvenes de los sesenta tenían que bailar bajo la atenta mirada de alguna carabina y mucho más separados que los de los setenta, que nos clavábamos los codos de las muchachas en el pecho, pero que podíamos acercarnos peligrosamente a sus cuellos en aquellas fiestas de casa de amigos, garajes o locales comerciales despejados de aparadores y armarios. Al ser aquélla una zona costera, acostumbraban a dejarse ver las chicas belgas o alemanas que veraneaban allí y, la verdad, se les veía otro aire, otra cosita. Para ellas, nosotros éramos unos catetos de órdago, pero permitían un cierto trato carnal sin los prolegómenos habituales que requerían nuestras amigas domésticas. Nuestras amigas domésticas decían, eso sí, que ya podíamos decir misa, pero que las extranjeras se marchaban así que acababa agosto y que ellas se quedaban todo el invierno, con lo que mucho ojito con decir más tonterías de la cuenta. Y decían también que, efectivamente, éramos unos catetos. Pero pasamos la adolescencia, la verdad, en el divertido juego de pretender y ser pretendidos, sin mucha más molicie. Cuando se bailaba rock –porque en mi adolescencia se bailaba rock duro y no gilipolleces con percusión abecerrada–, se bailaba separado y cada uno a lo suyo, y cuando se bailaba lento –cualquier lamento de Dylan o cualquier balada de Elton servía–, se procuraba uno agarrar todo lo posible a la joven deseada. Y viceversa, porque las jóvenes deseadas no era princesas etéreas en estado de tránsito y éxtasis, también deseaban. Arrimarse ya era posible y el baile lento era la oportunidad única de restregarse con la chica de tus sueños: de hecho, no se acostumbraba a restregar uno más que en el baile lento, era impensable juntarse así en ninguna otra actividad, ni playa ni piscina ni paseo ni cine. Una vez ya obtenías el acuerdo, el pequeño «sí quiero» para poder salir, las cosas eran más fáciles, pero todo tenía sus límites, no era cosa inmediata. Mis dieciocho años los vivíamos así, qué se le va a hacer.
Esta Nochevieja que acaba de vivirse (escribo una semana antes) hemos quedado muchos de los que compartimos ese tiempo –y que seguimos siendo milagrosamente amigos– para consumir esas horas tan insufribles de la llegada del nuevo año. Goyo González pone el local y yo, los langostinos y la música. Y ahí iba yo: después de pasar tres o cuatro tardes seleccionando y grabando lo mejor de los Purple, algo del Sonido Filadelfia que sublimaron Kenny Gamble y Leon Huff, unas pinceladas de rock pantanoso, otras del de garaje, un poco de los intestinales Credence, otro tanto del primer Sprigsteen –¡ay, aquel Badlands, aquel Wild, Innocent and the E Street Shuffle– y otrosí de los Status Quo, que siempre animan mucho; después de eso, digo, van estos capullos y me dicen que lo que quieren es música sucia, que me deje de romances y que les lleve todo lo que teóricamente detestaban entonces. Un tanto perplejo les he pedido una relación y mis oídos siguen sin dar crédito: algo de Peret, que no falten Los Albas ni Los Diablos, una pizca de las canciones de las películas de Marisol, todo lo que pueda de la Carrá –especialmente aquello de «para hacer bien el amor hay que venir al sur»– y, por encima de cualquier otra consideración, la obra cumbre de Camilo Sesto, Vivir así es morir de amor. No habían bebido más de la cuenta y no había restos alucinógenos en su sangre ni en su saliva. Querían eso y alguna cosa más: aquello de Los Mismos que decía «Tenerife tiene seguro de sol» y –en un definitivo ataque de paroxismo– lo que cantaban siempre que subían a un avión en sus tiempos más mozos y que hacía referencia al Vuelo 502 destino a Son San Juan. O se han vuelto freakys de repente o yo me he quedado anclado en la noche de los tiempos. Ni que decir tiene que me he encargado un traje tipo Jackson Five, con pelucón incluido, y he prohibido taxativamente a Javier Capitán que tome imágenes del acontecimiento, que las películas las carga el diablo y eso es capaz de aparecer en pocos días colgado en Internet. Y a ver cómo se lo explico a Ian Guillan.