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11 de abril de 2004

Dos hombres buenos (II)


Joao da Silveira era un portugués algo descreído y burlón que incurría pocas veces en la melancolía y que disparaba con una precisión endiablada sobre sus enemigos. Acostumbraba a advertirles aquello de “cuando diga eso sonría, amigo, o le llenaré el cuerpo de plomo”, lo cual solía ser el preludio de una balasera importante de la que salía, naturalmente, victorioso, al igual que su amigo Guzmán, el español que recorría el oeste americano, preso de una serena sed de venganza, dejando un alfiler de oro sobre los cadáveres de los que habían sido los asesinos de su esposa. Eran dos hombres buenos, a pesar de las apariencias. En aquél Far West recién conquistado por los colonos que venían del este se podía esperar de todo y era frecuente la traición, el robo, el desprecio por la vida; no obstante estos dos amigos, más un juez de origen germano llamado Klein, impartieron una suerte de justicia caballerosa y elegante muy al uso de los viejos hidalgos europeos. José Mallorquí, la figura más trascendental del “pulp” español, los había creado a la par que a Don César de Echagüe, “El Coyote” configurando así los más hermosos relatos de la novela popular española. Mallorquí manejaba primorosamente dos escenarios: el paisaje y el paisanaje, es decir, todo lo que importa además de la trama. Era especialmente habilidoso para dotar de fuerte personalidad a los personajes secundarios de sus novelas, siendo así que algunos de ellos crecían tanto que acababan llevándose el favor del público: pasó con el mexicano Gutiérrez o el pistolero “Risueño”, el gran enamorado de aquella soberbia Lorena Harding que emocionó a media España a través de la radio. Otrosí con los paisajes: perfiló California al milímetro de tal manera que se hacía imposible creer que jamás hubiera estado allí. Cuando, con unos veinte años, fui a perder el tiempo académico a la Universidad de Berkeley –me suspendieron en todos los exámenes de acceso y sólo podía entrar de remanguillé como oyente--  mi ansia más declarada era andar por San Juan de Capistrano el día ese en que Mallorquí aseguraba a través de Lorena que volvían las golondrinas y se producía la algarabía de todas las nostalgias. Lo hice, claro. Fue como pasar del tranvía en el que mi padre leía aquellas aventuras al interior de las mismas páginas que luego he leído yo. Tengo entendido que era capaz de escribir en media mañana una de sus novelas menudas, con sus tramas apasionantes y sus diálogos cinematográficos, con su español elegante y culto y con todo su talento puesto al servicio de la idea de la España colonizadora de América.

Cómo no sería su influencia en la fantasía adolescente de mi persona que durante no pocos años me quedé con la inquietud de saber qué había sido de Paul Wellman, un pistolero involuntario del medio oeste que ocupó tres volúmenes de la colección de Ediciones Cid, que es la que conservo, y de la que sólo tenía los dos primeros. Pasaron muchos años y no hubo manera de dar con el tercero, hasta que hará dos o tres, en una librería de viejo de Madrid, me topé con una encuadernación completa de sus novelas. Gracias a ello pude saber que Wellman había conseguido estabilizar una vida que se le estaba escapando de las manos desde el momento en el que se convirtió en el pistolero a abatir. Fue como encontrar al hermano perdido o al hijo pródigo: tanto tiempo después, Mallorquí volvía a asombrarme como el primer día, sin importar la diferencia vital de uno. Eso, vengo a decir, sólo lo consiguen los grandes, ya que si ahora sometiéramos a una relectura a cualquiera de los volúmenes de nuestra infancia nos llevaríamos más de un chasco. Hemos crecido nosotros pero la novela no. En cambio Mallorquí ha crecido a la par que todos sus seguidores, y con él Guzmán, Silveira y el Juez Klein, que siguen siendo tan formidables como cuando yo dejaba de lado el libro de Formación del Espíritu Nacional o de Ciencias N


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