Seríamos menos felices sin ellos, tan llenos de sabor, con su blanda textura
A Aldeaquemada, provincia de Jaén, se llega escalando la escarpada y endemoniada carretera que corretea por Sierra Morena desde Santa Elena o bien llaneando desde los horizontes soberbios de la Mancha a su paso por Castellar de Santiago. Una vez en la plaza del Ayuntamiento no es difícil dar con la tienda de comestibles y electrodomésticos de don Esteban Güiza, una de las cinco que, inexplicablemente, sobreviven con holgura en el pequeño pueblo de cuatrocientos habitantes que gobierna Manolo, un alcalde que es a la vez guarda forestal en el espectacular paisaje, y en el que habita doña Salvadora Alcaide, la mano mejor articulada para el difícil arte de la cocina que puebla esa comarca que reinventó Carlos III el día en que conoció la Cascada de La Cimbarra. Los galianos, comida de pastores hecha con tortas de masa de harina y agua, cocidas junto con ajos y carne de caza y acompañada de su poca de asadura, son uno de los platos quijotescos de mejor sabor que doña Salvadora perfila como el que perfila la estocada definitiva a quien antes ha toreado con platos de migas de pan y croquetas de jamón perfectamente estructuradas. Seríamos menos felices sin los galianos, tan llenos de sabor, con su blanda textura de comida sabia. No seríamos nada sin las migas, hoy reducidas a la resistencia de las casas particulares. Muy pocos son los lugares –los hay y alguno conozco, evidentemente– en los que se sirven según el secular proceso de humedecer el pan, pellizcarlo, asentarlo y freírlo-cocerlo a fuego lento en un aceite con ajos y pimientos. Aldeaquemada es un sitio para ello, por ejemplo: es un pueblo con tiempo, cosa elemental para la confección de según qué cosas. Hecho a base de gente resistente al frío y al calor, a la soledad boscosa, a ser fondo del paisaje, Aldeaquemada vio emigrar en los sesenta a sus naturales camino de El Prat de Llobregat, de Torrente o de Llodio, de donde vuelven cada verano a pasar los días y las noches al frescor de las encinas. También llegan los hijos de éstos: concretamente los de aquellos que marcharon al País Vasco, y que por lo tanto allí nacieron, se empeñaron durante un verano en quitar y quemar la bandera española que siempre ondea en el Ayuntamiento. Curiosa manera de ejercer la libertad: los lugareños los convencieron, en una caída de la tarde, de que no lo volvieran a hacer. No sé qué método utilizaron, pero parecieron ser persuasivos.
Si usted viaja al pueblo que estudia ya dedicar una de esas calles –desde las que siempre se ve el campo– a Rosana Güiza, la periodista de radio que a diario publicita sus encantos, no pretenda que doña Salvadora le haga de comer. Ése no es su negocio. No se me presente allí con el artículo en la mano y pretenda que le cocine los galianos en cuestión, que le conozco. Nos lo hizo a un servidor y a Marisol Parada, mi pareja de hecho radiofónica, un par de semanas atrás y nos cautivó con la magia casera de su muñeca envidiable para el recorte de sartén. Para usted tengo una solución: a escasos diez metros de la plaza de la iglesia se encuentra el increíble bar de Cesáreo, donde su señora, Gimi, hace exactamente lo mismo que Salvadora con la diferencia de que lo pone a la venta. Si coincide con galianos o con migas, con albóndigas, con papas a lo pobre, tortillitas de jamón y otras exquisiteces caseras, pídale un botellín de cerveza y zámpese lo que le quepa en cualquiera de las mesas que, bajo toldo, instala a lo ancho de toda la calle. Y si quiere dormitar al abrigo de una asombrosa sierra de encinas, aproveche el encanto de la casa rural que corona uno de los cerros próximos. Se llama Casa La Aldehuela y su precio es tan asequible que uno quiere comprarla de inmediato (www.casalaaldehuela.com). Por lo demás, goce de una zona de Andalucía tan poco publicitada como hermosa. Y no olvide, por Dios, probar los galianos.