Una larga colección de fenómenos anda suelta pergeñando a diario la manera de hacerse con los recursos de los demás sin exponer más que su talento para el sangro y la estafa. A eso se le puede llamar el timo, el sablazo, el toque; pero lo llamemos como lo llamemos, convengamos en que derrochan horas de preparación y afinamiento que, puestas al servicio del bien, podrían, incluso, ser hasta más productivas. No hace demasiado tiempo que una pareja de jóvenes bien presentados, correctamente vestidos de incorrectos, se apostaban en los aparcamientos del aeropuerto de Barajas y esperaban a que un sujeto aparcara el coche para acercarse a él y hacerle una pregunta en apariencia desesperada e inocente: “¿habla usted español?”. El buen viajero, creyendo que se encontraba en Singapore, contestaba solidariamente que sí mientras desarrollaba en su psique una corriente de solidaridad con español perdido, el cual, por cierto, escenificaba un suspiro de alivio muy convincente. Perdido en el aeropuerto de Barajas, fíjense.
Inmediatamente, el chico señalaba a la muchacha --algo más alejada-- y le solicitaba una ayuda para volver a Madrid ya que habían sido víctimas de un robo, o algo parecido, y no podían ni afrontar el viaje ni la vuelta a casa. La cosa les funcionaba ya que les ví durante un tiempo apostados en los aparcamientos de nacional. Todavía en los de internacional tendría su pase, pero no, estaban en los aparcamientos de los que van y vienen de Málaga o Santiago, donde, que se sepa, todos hablan español. Se les acabó el cuento así que le preguntaron dos veces al mismo, cosa que suele ocurrir. Fui testigo de cómo un malhumorado viajero les contestó con un sonoro “¡¡y a usted que le parece!!” cuando fue inquirido sobre su conocimiento de la lengua hispana.
No muy atrás en el tiempo, también se puso de moda el toque de gasolinera, protagonizado por muchachote con vespa y supuestamente sin gasolina. Llegabas tú con tu carro, bajabas del mismo, surtías de gasolina tu depósito y antes de marchar --siempre antes de marchar para que no diera tiempo a que comprobaras lo que hacía con el dinero-- te señalaba su vespa abierta y te pedía unos duros para gasolina ya que se había quedado literalmente tirado. Era fácil caer y más de uno hizo una pasta. Cómo sería que hasta en la gasolinera de Arturo Soria, en Madrid, hubieron de colocar carteles en los surtidores advirtiendo a los solidarios conductores de que esos muchachos que pedían para gasolina estaban ahí todos los días. Fue definitivo, claro.
Luego están los enfermos del “toque”, los que no pueden vivir de otra manera que quitándole unos cuantos euros a sus semejantes. Deambula por el centro de Madrid un hombre de aspecto bondadoso y enternecedor que cuando descubre a alguien medianamente conocido --cosa que en el barrio de Salamanca ocurre con frecuencia, ya que Madrid, bendito sea, consiste en conocer y que te conozcan-- se acerca a él con una alegría casi paternal y le saluda por su nombre, asegurando conocerle de cuando era maitre en el restaurante Tal. Suele decirle aquello de: “Y dígame, menganito, ¿no se acuerda usted de mí, con la de veces que le he servido?”.
Más de uno acostumbra a sacudirse la pregunta con un “sí, claro, claro que me acuerdo”, sin darse cuenta de que en ese momento está perdido. Inmediatamente, el afable y cariacontecido interlocutor, muda su aspecto y desarrolla una truculenta historia en la que no faltan dos hijos muertos y una mujer inválida a la que atiende gracias a la ayuda de las buenas personas que le muestran su solidaridad. Algún billete cae. Como le cae también a otro que en Sevilla desarrolla un número magnífico: de aspecto rural --con hatillo si es necesario-- y un tanto recio, un hombre de edad avanzada se tambalea hasta<