Dejemos que descansen en paz y celebremos la música que nos brindaron
Provocador y sincero Ian Anderson, el flautista travesero que nos ha arrastrado a muchos a los más bellos precipicios. Ha actuado en Atarfe, Granada y ha dicho un par de verdades de esas que cuesta mucho asumir a los mantenedores impenitentes de mitos y leyendas. Ahora voy con eso.
Antes les cuento a los que no conozcan su historia que Jethro Tull fue un granjero inglés que inventó una máquina de arar y que dio nombre sin saberlo, un par de siglos después de su muerte, a una poderosa banda de músicos liderados por un escocés genial. La banda, que en realidad es Anderson y unos cuantos más, siempre cambiantes, escribió pasajes inauditos y alucinógenos como “Aqualung” --el mendigo que soñaba con crear a Dios--, “Thick as a Brick” o “Living in The Past”, los cuales nos han brindado tantas excitaciones que aún es el día que sus admiradores no nos estremecemos al volverlos a escuchar.
Despertaron al mundo en un asombroso festival de Rhytm and Blues en Sunburry, junto a Mayall y Cream, y desde entonces no han hecho más que manejar el sonido a su favor. Dicho lo cual, paso a recoger lo dicho por Anderson acerca de compañeros de taller que entraron en la mitología por el camino breve y trágico de la muerte después de haber escrito páginas intensas en esto del rock. Sostiene Anderson que aquellos que en su tiempo coquetearon con las drogas o se entregaron de pies y manos a ellas fueron unos perfectos estúpidos por acabar de esa manera sus vidas.
Ha puesto los ejemplos de Janis Joplin, excitante cantante de blues, y de Jim Morrison, líder de los Doors encumbrado a la categoría totémica de poeta por excelencia. También lo ha hecho de Jimy Hendrix, pero con una diferencia: al guitarrista que ganó batallas discográficas después de muerto le reconoce la categoría de genio que niega a los dos anteriores. Dice que Joplin hacía un mal blues producto del Jack Daniel´s, lo cual, espetado así, parece un poco excesivo aunque no del todo mal encaminado: si Janis no hubiese muerto víctima de sí misma tal vez no hubiese sido protagonista, por ejemplo, del musical que se estrenó hace un año en el Off Broadway de Nueva York y en el que su figura ha pasado a ser oficialmente un mito impalpable para varias generaciones.
Era, para qué decirlo, una sugerente e imprevisible cantante, producto de su época, pero no tenía la profundidad histórica que tantos han querido darle. De Jim Morrison, el adorado letrista y cantante al que siguen llevando flores a su tumba en París, dice Anderson que escribía mala poesía y que no merece el estatus de mito. No fue inteligente autodestruyéndose, en una palabra. Algunos se habrán excitado en exceso cuando hayan conocido estas afirmaciones, pero deberán convenir que la poesía que recoge el rock no suele ser extraordinaria: cuando queda desmembrada del soporte musical en que está implícita, la letra presuntuosamente poética se queda en muy poco, no resiste la comparación con la poesía de altura.
El “Imagine” de Lennon, que dice cosas hermosas y que suena tan sumamente bien, no deja de ser una letra inocente una vez se lee con la frialdad del silencio. A Morrison, como a tantos, le ocurría algo parecido: siendo cierto que sus letras estaban contextualizadas en una época concreta y vibrante y que su talento estaba por encima de la media de los compositores habituales, traspasado al papel se queda, sencillamente, en un escritor aceptable, pero no en un poeta de referencia.
Consideración aparte merece la trayectoria autodestructiva que llevó a la muerte a una serie de notables creadores como ellos, que, diga lo que diga Anderson, no eran tan malos. Aquella generación apostó por las al