Me escribe una oyente y lectora madrileña. Madrileña, madrileña; convencida de las poderosas razones que anclan en Madrid a tantos amantes de esta magnífica ciudad de la que sigue estando de moda hablar mal, bien desde la interpretación política de su nombre, bien desde el desprecio por su calidad de vida. Transcribo.
“Hablaba hace unos días Fernando Savater de lo jodídamente difícil que es ser vasco, cosa que no voy a discutir, pero que, si quiere, lo comparo con lo difícil que es ser madrileño con toda tranquilidad. Quiero decir que si ejerces de manchego, de vasco, de gallego, de catalán o de andaluz entonces eres un tipo muy majo, muy simpático, muy arraigado, con muchas raíces culturales y mucho folclore ancestral, pero si, como madrileño, quieres mencionar alguna tradición debes de ser muy delicado, mucho, ya que lo más fácil es que acabes pasando por franquista retrógrado y chulo --sobretodo chulo--. En los pluralismos actuales del Estado (lo digo bien, Estado, porque decir España es una arrogancia capitalina) es muy “guay” ejercer de lo que seas… siempre que no seas madrileño, ya que si lo eres y ejerces o reivindicas tal condición pasas inmediatamente a ser un sonao fascista sin ninguna sensibilidad a lo progresista y plural… un inculto. Pero lo verdaderamente difícil de ser madrileño estriba en la relación y convivencia con los no madrileños acerca de “tu” ciudad: has de tener un exquisito y delicado cuidado y respeto con la masiva y diaria afluencia de críticas feroces por el tráfico, la carestía de la vivienda, los semáforos o la situación del transporte. Ahora bien, por el contrario a ningún madrileño que no sea partidario del suicidio se le ocurra ir a La Coruña, Sevilla o Pamplona a decir lo jodido que está el asfalto, lo sucia que está la playa o la “mucha calor” que hace siempre; de hacerlo, se te quedará pequeña la plaza mayor del lugar para correr. Y mira que es difícil ser madrileño en estos días… o, espera, porque… ¡igual no lo es!. Igual no, porque desde el fatídico 11-M hay en EL ESTADO una competición manifiesta por significarse como más madrileño que nadie. Tiene coña verbenera lo doliente que resonaba la palabra “Madrid” en las arias de sentimiento que políticos e intelectuales cantaban con despecho y desprecio no más de dos días atrás… Tiene bemoles la cosa… Ahora va a resultar que ser madrileño es de “lo más plus” (aparte de llamarse José Luís y llevar trajes con la hombrera caída). Da igual, yo soy madrileña, lo he sido hasta ahora y lo seguiré siendo pasado mañana”.
No le falta razón. El manoseo absurdo que algunos políticos han elaborado con la palabra “Madrid” ha llevado a que su nombre sea sinónimo de abuso jacobino, de intransigencia, de negación de libertades, además de otras acusaciones absurdas y, si se me permite, paletas. Dicen “Madrid” y no caen en la cuenta –tan listos que son— de que esa es una cuidad llena de gente que sufre y goza exactamente igual que los demás por llegar a final de mes, por vivir en paz y por llevarse bien con los semejantes. Si yo fuese madrileño, cosa que no me produciría ningún disgusto, me llevaría el día mirando a mi alrededor para ver si le he hecho daño a alguien, si es que no puedo salir a veranear donde me dé la gana sin que me digan que arraso con todo o si he hecho algún gesto a lo largo del día que le prive de libertades a alguien.
Ahora que todos nos hemos vuelto kennedianos y nos llenamos la boca diciendo que también somos madrileños no estaría de más que tomáramos como costumbre otorgar a Madrid el derecho a ser considerada la ciudad amable que es, por muy agobiantes que sean sus atascos o por muy condensada que sea la aglomeración de sedes oficiales. Yo, personalmente, le debo muchos buenos ratos a esa ciudad como para an