Corrían los chochos y venates años veinte cuando Eloy García Ortiz, réprobo y volteriano, sobrepasó decididamente el Dique de Levante del puerto de Almería, dejando a su derecha el Paseo de San Luis y a su izquierda ese inmenso mar que dentro de poco iba a surcar rumbo a las américas. Venía de Cuevas del Almanzora, donde días antes se había despedido de los suyos con la firme promesa de volver rico o de reclamarles desde donde fuera para que le hicieran compañía en su opulencia. Le esperaba Nueva York, un trabajo apalabrado y un futuro incierto. Eloy, zascandil y bochinchero, tras comienzos titubeantes consiguió junto a unos compañeros fundar en la calle 14 de Manhattan un hotelucho de dudoso gusto llamado Nueva Granada House, donde, además de los indígenas amantes de las sensaciones fuertes, iban a parar aquellos inmigrantes que recién se incorporaban a la ciudad. Esta ofrecía un sinfín de posibilidades a aquél que mostrara cierta capacidad de fajador y una deliberada falta de escrúpulos, cosas ambas de las que Eloy, rijoso y andurrero, andaba sobrado.
Aquí, entre los pliegues de la Sierra de Almagrera y los más secos aún pliegues del olvido, quedaron Paca y la reata de chiquillos, cinco, que el matrimonio había echado al mundo. Las cartas que en un principio llegaron venían cargadas de nostalgia y de cariño: “Inolvidable Paca: aquí las cosas son muy duras, hace un frío del demonio... pero pronto os mandaré pasajes para que vengáis conmigo”. Pajarero y zozobroso, Eloy siguió peleando contra todo mientras Paca, bondadosa y honesta, peleaba contra la espera. No llegaron los pasajes, pero sí regalos que anunciaban un cierto estado bonancible de las cosas: unos cubiertos del hotel, un abrigo para Cecilia, la mayor, corbatas para Pablo y Andresico...
Tras la aventura hotelera y con algunos dólares que resistieron el crack del 29, Eloy García, resuelto y buscarruidos, comenzó a amasar algún dinero del que su gente de España no era ajena y abrazó la nacionalidad norteamericana: una fotografía frente al Citty Hall con aspecto de matachín y zaramullo ilustró el momento, al igual que unas palabrejas escritas en inglés en su última carta. Paca, entretanto iban pasando los años, ocultaba con una sonrisa la desazón de la soledad a unos hijos que recelaban de un padre que siempre dejaba el reencuentro para mejor ocasión y que un buen día, chisgarabís y trepaollas, dejó de escribir.
Y dejó de escribir sin anunciar que dejaba de escribir, como es natural, con lo que a la desazón se le unió la incertidumbre. Al tiempo, Paca comenzó a vestir de negro aunque acariciara secretamente la esperanza de que su marido regresara por la misma puerta por la que se marchó. No iba a ser así. Él había conocido a quien iba a entretenerle sus días y sus caudales, con lo que apartó el cáliz del recuerdo y se entregó a una nueva vida: creó una nueva familia, invirtió en las empresas petrolíferas de Rockenville, amplió capitales en Venezuela y se dispuso a olvidar en aquél selecto piso de Park Avenue que nada tenía que ver con la calle del Pilar en la que nacieron los mismos hijos que ahora le maldecían. Estos jamás supieron si su padre murió sin dejar rastro, si enriquecido optó por otra vida, si regresó secretamente... nada. Sólo la abuela Paca, irresistiblemente hermosa, cuidó de la memoria del hombre que la desposó. Sólo ella fue quien mantuvo aquella luz día y noche por si él regresaba cansado y viejo. Sólo ella fue quien dijera que, de aparecer, siempre estarían abiertas las puertas de la casa y de la alcoba. Ella, quien murió locamente enamorada y con su nombre en los labios. Ella, mi adorada Paca, la que aquél maldito zaramullo mantuvo consumiéndose en la espera. Inolvidable Paca a la que sólo conocí durante mis primeros nueve años de vida, pero que me dejó en custodia los cubiertos de plata que envió Eloy, con los que aún hoy sigo comiendo.