Honrado, bonachón y generoso en extremo, amasa un pan incomparable
El tranvía de Mataró a Argentona desfilaba lento por lo que entonces eran campos labrados, hoy accesos de autovía o zonas de desarrollo industrial, y te dejaba al pie mismo de la Fuente Picante, que era un manantial al que iban a beber los paseantes de la comarca y a llevarse embotellada la salud mineral de un agua que me aseguran que volverá a fluir dentro de poco. Aquel desfiladero desde el que se atisbaba el Castillo de Burriach («Núvols a Burriac, plutja aviat», nubes en Burriach, lluvia pronto) tenía todo el encanto de los paraísos perdidos. Como, de hecho, lo tiene la villa de Argentona, a media hora de Barcelona, rodeada de pinos y encinas y celosa mantenedora de los sabores de pueblo quieto. En Argentona, amén de cien encantos, mora el mejor panadero del mundo: Toni Solá. En tiempos como los que corren en los que el pan ha pasado a ser un reguero de harina en la memoria, una nostalgia de amaneceres calientes, un crujir blando y acompasado, encontrar a un artesano moderno capaz de reconciliarnos con una de las mejores obras del hombre –también de las más maltratadas– es sobrado motivo de jolgorio. Toni es panadero porque así lo fue su padre, pero podría haber sido uno de los más grandes futbolistas de España… y de Brasil. Emigrado junto con sus padres al poderoso corazón de Iberoamérica, Toni creció en las calles de Curitiba, Estado de Paraná, y en las de Río de Janeiro, un total de quince años, y todos ellos con un balón pegado a los pies. Una mezcla de chicle y argamasa retenía la pelota junto a su empeine haciendo de él un tipo delicado y elegante como pocos, tanto que a su vuelta, ya hecho un pollo pera, el Barça quiso hacerse con sus servicios, pero Toni, que venía del cálido sudor brasileño, argumentó que él se pasaría por los entrenamientos cuando quisiera, que correr era de cobardes y que ya sabía suficiente fútbol como para aguantar palizas teóricas y prácticas de cualquier europeo avinagrado. El día en que le advirtieron que no resultaba ejemplar llevarse a la convocatoria a tres o cuatro chicas de las que acababa de ligarse la noche anterior, Toni entendió que aquello no estaba hecho para él. Lástima: perdimos a uno de los mejores futbolistas de nuestro tiempo. Aunque, a cambio, ganamos al mejor panadero de la historia.
Honrado, bonachón y generoso en extremo, Toni amasa un pan incomparable. Acostumbra a decir que su secreto es el mismo que el de los demás: agua, harina, levadura y sal. Pero le falta añadir el arte y la ciencia. Dice que la cocción y la levadura, por ejemplo, están en función de la humedad y la temperatura del día: no sigue el mismo patrón un día de agosto que uno de enero, ni un día lluvioso que uno soleado. Y así le sale. Ha personalizado el pan y es el selecto abastecedor de restaurantes como El Bulli, a los que les hace un pan con una forma y una fórmula determinada, nunca igual. Sirve al público en su panadería de Argentona, a la que le ha añadido un local anexo para servir cafés con el gusto de los tipos educados. Se llama Pa Tonet, que es un juego de palabras curioso: patonet en catalán es ‘besito’, pero en realidad hace honor a su padre, Tonet –Antoñito–, iniciador de una tradición que no sé si seguirá con sus hijas.
Si se acercan por aquellos lugares no dejen de visitarlo. Extraordinariamente simpático, Toni Solá eleva cada día una sagrada forma de largo abrazo. No he conocido otra cosa igual. Después de haber perdido la fe a cuenta de los panes industriales, Toni ha hecho que vuelva a creer en el pan nuestro de cada día.