Lo encontraron envuelto en sábanas almidonadas y perfumado
Gumito Pellizquero Joderón, por así camuflar su nombre, era el espeso más espeso que jamás conocimos en el pueblo. La última vez que recuerdo haberlo visto fue cortándose las uñas de los pies en los bancos de la nave derecha de la iglesia de la Encarnación.
No era el sitio más adecuado, está claro, pero el hecho noticioso en sí superaba, con mucho, lo procedente o no del lugar y del momento, ya que habrá que añadir que se trataba de la Función Principal de la mermada cofradía de la Sangre y Angustia, hermandad que andaba por aquel entonces en la disquisición de perdurar como agrupación penitencial o pasar, directamente, a ser un centro cultural de carácter más o menos beato.
Gumito se repasaba la incierta línea que separaba sus uñas del resto del mundo y lucía en su rostro la misma sonrisa bienaventurada que dejó ver durante décadas la piorrea con solera que atesoraban sus encías. Era, por así decirlo, el enemigo declarado más contundente que jamás tuvo el aseo amén de la mejor persona que jamás se conoció por aquellos pagos, que lo uno nada tendrá que ver con lo otro. El aire que expelía al hablar y que parecía proceder de los avernos de su estómago venía envuelto en un aroma de permanente vómito, mientras que un aura inextinguible a estercolero enfurecido lo acompañaba allá donde se dirigiera, viniera de donde viniera y fuera la hora que fuera.
Con la grasa de sus largos y entrelazados cabellos se podía freír la producción de un año de churros y buñuelos de El Auroro, que era quien amenizaba los desayunos de los domingos a los lugareños más madrugadores, y con la mugre de sus manos de carbonero contumaz se podía redecorar de negro todo el blanco caserío de la calle del Pilar, en la que nació y de la que se marchó al poco tiempo para ocuparse de las labores del campo con las que se ganaba el sustento.
Dicen que de ese campo huyeron despavoridos los pocos animales que quedaron soportando las sequías pertinaces de la comarca: al parecer, las criaturas, a pesar de su infinita paciencia, no pudieron con el hedor que desprendía Gumito y que le había valido ser esquivado por las calles del pueblo como quien esquiva el plomo de una balasera. Un grupo de permanentes moscas lo revoloteaba y en las uñas de sus manos, comprensiblemente, cabía todo el guano de los sembrados que se esparcían a la derecha del riachuelo que circundaba el pueblo.
Tenía esa manía que comparten muchos halitosos de hablarte a menos de diez centímetros de la cara –te siguen con la cabeza por mucho que tú quieras alejarte— y, de puro generoso y bonachón, nunca renunciaba a ofrecerte vino de la petaca ensalivada que guardaba celosamente en algún recodo próximo a sus axilas, petaca de la que sólo bebió una vez el hijo de Zósima, la estanquera, y que le valió unas fiebres raras por las que hubo que acercarlo al dispensario de la capital. Ya está mejorcito, a Dios gracias, pero los veinte años de guasa colectiva no se los quita nadie.
Cuentan esos cronistas que hacen posible que en un pueblo pequeño se compense lo poco que se ve con lo mucho que se oye que un desengaño amoroso llevó a Pellizquero al desarreglo jabonoso en el que vivía: al parecer, una de las hijas de don Diego Molpeceres, archivero municipal, rechazó sus insistentes intentos de pedir su puerta y Gumito, desolado y abatido, se hundió en la excrecencia para siempre. Nunca lo sabremos.
Gumito Pellizquero Joderón va para dos años que falleció, y cuentan quienes lo amortajaron que en aquel su último día tomó la extraña decisión de lavar su alma y su cuerpo como quien oficia una extraña ceremonia de despedida. Lo encontraron en su pocilga, de amanecida, reluciente y escamondado, envuelto en sábanas almidonadas y perfumado co