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26 de julio de 2004

Tiene esta tierra un barquito...


…más típico no lo hay, más blanco ni más bonito, ni navegando por las costas gaditanas ni, posiblemente, por todas las que circundan los territorios patrios. Junto con otros ejemplos en Vigo y Santander, ronea y presume en sus aguas plateadas y azules sobre la que Paco Alba, el hombre de cuyo vientre salado nació la comparsa y renació un carnaval inagotable, creó una letrilla que tararea medio pasaje. Dice la leyenda que, curiosamente, nunca llegó a embarcar en el “Adriano”, el vapor que cruza la bahía desde El Puerto hasta Cádiz, pero tuvo el soplo popular de ajustar a la poesía de calle la travesía airosa de un barquito que aún hoy, felizmente, sigue atravesando como una flecha lenta las aguas que cubren la distancia entre la Plaza de las Galeras Reales portuense y el muelle de poniente gaditano. Surca el Guadalete y surca la Bahía mientras los barcos de vela como palomitas cruzan por su vera y los grandes mercantes suenan las sirenas al verlo pasar día tras día. Cerca de cincuenta años de vieja carpintería naval --el Adriano III; porque hubo un primero y un segundo, que arrancaron allá por la Expo sevillana del 29--, de casco de madera, de vapor en las tripas de los motores, de viajes imposibles sobre aguas traviesas o de paseos calmos sobre olas quietas y antiguas. Aspira los mejores aromas de la tradición y va abriéndole la piel al mar como un tranquilo bisturí de palo: por proa se despliegan las hojas del surco y por popa se van cicatrizando con la rapidez de los océanos caseros. Puede que sean vestigios de la memoria, y el vapor ya sea gasoil, pero son vestigios muy útiles: el paseo de un extremo a otro consume unos cuarenta minutos, algo más que el trayecto por carretera --depende de los atascos en el puente o de las rotondas de El Puerto-, y puede hacerse cuatro o cinco veces al día. Los bienes culturales que no tienen aplicación útil y concreta duran muy poco: el tranvía azul del Tibidabo sirve para subir la deliciosa cuesta del Dr. Andreu en Barcelona y proporciona la sensación de que hay algo del tiempo vivido que aún no se ha ido. Evidentemente se llegaría antes en coche veloz o en alguno de estos nuevos autobuses que son auténticas delicias, pero a quién no le va a gustar asomarse por las viejas ventanas de madera, sobre el chirriar de los raíles, a contemplar pasmosamente el caserío exquisito de una avenida que lleva a las faldas de una montaña mágica --para todo barcelonés, el Tibidabo es la gran montaña mágica, el eterno perfil siempre presente desde donde mires--. Bueno, pues ahí sigue el tranvía, vengo a decir, gracias a la tozudez de los usuarios y a la resistencia del entorno a mudar excesivamente la piel.

Y todo porque no debemos estar hechos siempre para la prisa; no hay que llegar antes, a veces hay que llegar mejor, y ejemplos como estos permiten dar el respiro de más del que tanto estamos necesitados. ¡Ay Vaporcito de El Puerto, cuando en ti me embarco, cuando en ti navego!... me siento en la ciudad evocadora por excelencia. Cádiz se me abre con un sueño ya vivido, como si esa, que no fue mi cuna, me hubiese visto nacer alguna vez. En ese templo adoquinado que va del Carranza a San Felipe tengo la sensación de haber vivido antes, de haber crecido entre lo que va de la Cuesta de las Calesas a la asombrosa Caleta donde las olas baten a compás. Y no ha sido así, claro. Pero la tengo. Igual que al subir al vaporcito me da el reflejo de Pepe el del Vapor hecho ya leyenda y trasmutado en su sobrino Andrés y “me contagian los recuerdos de tus viejos sueños, sueños marineros”. Y me doy mi vueltecita, como se la dio la célebre Tía Norica. Y vuelvo a pensar en las cosas que resisten, y que, por resistir, siempre ganan. Y que, por ser tan pintureras, hasta le dan besitos las olas del mar.


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