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26 de diciembre de 2004

No me gusta Laporta


Ha decidido que los barcelonistas seamos una pandilla de rencorosos maleducados

La primera vez que entré en el campo del Barça tuve la sensación de que estaba entrando en un templo al que habría de pertenecer de por vida. Lo hice de la mano de mi tío Pablo, almeriense de incorregible factura que no sabía a ciencia cierta lo que me estaba inoculando en la sangre: el veneno del barcelonismo eterno. Fue inútil, a partir de entonces, cualquier canto de sirena: alcancé a ver jugar a una serie de jugadores irrepetibles y ya nada de ellos me fue ajeno.

Con el Barça he sufrido y con el Barça he gozado, sin más. Y he compartido su pasión con cualquier otra que me ha asaltado a lo largo de mi zigzagueante existencia: no ha sido incompatible con hacerme seguidor impenitente de los Mets de Nueva York, el team de beisbol-baseball más desgraciado de la historia, o con el sevillano Betis de mis amores, o con los San Francisco 49ers en los que Jeff García vuelve locos ahora a los mismos a los que Joe Montana enloqueció años atrás con su famoso pase de ‘la atrapada’ cuando se convirtió en el gran quarterback de los ochenta. Ni siquiera ha sido impedimento para que siga siendo fanático del Real Madrid de baloncesto, el gran club de la historia europea de esa disciplina. 

Contradicciones de mi carácter, lo sé. Pero el Barça, digo, ha constituido el filtro a través del cual he visto el fútbol, y, en función de ello, me atrevo a afirmar que ni me gusta ni me hace gracia el manoseo con el que se ha puesto el club al servicio de la causa política de su presidente. No fui excesivamente partidario de José Luis Núñez, pero debo reconocerle una virtud: la de haber aislado a la institución de las ansias de manipulación política que mostraron todos aquellos que fueron alguna vez invitados al palco y que, a su vez, habían sido invitados por la ciudadanía a gobernar esta Cataluña imperial que venimos viviendo.

El nacionalismo catalán, que es una de las muchas maneras que Cataluña tiene de amargarse a sí misma, tenía afiladas las garras para hacer del Barça un instrumento de su propaganda, y si con Núñez no lo consiguió, con Laporta ha dado un paso más allá. La ideología purulentamente independentista de su presidente ha hecho del club un altavoz de las maneras habitualmente groseras de esa ideología. El simple y repugnante hecho de negarse a desplegar una pancarta de apoyo a la candidatura olímpica de Madrid 2012 con la excusa de no alterar el orden público revela a las claras qué clase de sujeto preside esa casa: lo peor del localismo analfabeto.

Con decir que dejó de votar a Gerardo González como presidente de la Federación Española de Fútbol porque «era de Madrid» ya quedan las cosas más o menos claras. Laporta forma parte de esa escuadra de gladiadores implicados en la secreta conspiración de hacer de Cataluña un lugar antipático, como Carod, como el siniestro Portabella que viaja a Nueva York a colaborar con la candidatura que compite con Madrid para organizar los Juegos. Madrid, palabra maldita, chispa de todas las furias, veneno intoxicador de todas las sangres; ¡Madrid!, qué canallada histórica, qué nido de bandidajes, qué colección de hirsutos miserables.

Laporta quiere que el Nou Camp sea una sede más del proyecto político que le llevó a ser candidato del exiguo partido independentista de Angel Colom: el fútbol, para él, es un instrumento que debe estar al servicio de una causa absurda e insolidaria. Yo no quiero saber nada con la fotografía de una camiseta teñida de la antipatía vestida de guante selecto. El equipo mete goles y la masa calla; si fuese al revés, la masa luciría su descontento, pero nada advertiría acerca de la manipulación de una sociedad que ha desarrollado una larga trayectoria de eleganci


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Comentarios 1

02/01/2005 14:53:13 CRISANTO PARRA GARCIA
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