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30 de agosto de 2004

Esto se acaba


De ellos quiero acordarme hoy, de los que no se han ido a ninguna parte

Esto se acaba, sí. Se acaba, especialmente, para quienes lo empezaron, que no son todos, porque si usted se asoma a barrios concretos de Barcelona, Madrid, Toledo o Cáceres verá que siguen casi igual de poblados que durante el curso.

Ocurre que no salen tanto a la calle, pero están ahí, sin marcharse a Denia o Maspalomas, sin atascar la Nacional, sin colapsar los aeropuertos, sin alquilar apartamentos a pie de playa, sin reservar mesa en los restaurantes de moda. Es la inmensa minoría mayoritaria y silenciosa que no tiene pueblo de origen con abuela impaciente por recibir a nietos y yernos y nueras, que no le alcanza la cosa como para mercarse cuatro pasajes a cualquier hotel regular del Caribe, que no atesora posibles que le permitan arrendar un piso destartalado en la costa de Levante o que ni siquiera tiene una maldita playa a mano en la que crucificarse al sol que más calienta.

Eso de que las ciudades se quedan en la gloria cuando llega agosto es una pequeña entelequia que se ha ido haciendo cierta a medida que ha sido divulgada por quienes se quedaban: depende de cómo te quedes. Si te quedas porque no tienes donde ir ni con qué ir, no le encuentras a la gran ciudad el encanto que le encuentran los desmayados amantes de lo urbano, esos consumidores de festival de verano organizado por ayuntamiento que, a veces, parecen hechos para aterrorizar a los más comunes.

Hay muchos estetas que legítimamente detestan las aglomeraciones playeras y que encuentran delicioso pasear a la caída de la tarde por el centro de su ciudad supuestamente abandonada, pero no son la masa crítica que habita las urbes en agosto. Las urbes en agosto están habitadas por tipos en camiseta que, todo lo más, disfrutan de su balcón o de su azotea compartida y que desgastan su tiempo ante el consabido televisor que tan buenos ratos nos da cuando llega el tiempo de las piscinas y los sudores.

Ahora, cuando empiezan a volver los que se fueron, ellos resultan ser los que han mantenido el tono de las ciudades, quienes las han hecho creíbles, quienes las han mantenido vivas barrio por barrio y calle por calle. Hay estadísticas o estudios por ahí que aseguran que, a pesar de que se colapsen las autovías, son mucho menos los que salen que los que se quedan, y estos últimos siempre se ven obligados a pespuntear alguna respuesta imaginativa cuando alguien les inquiere acerca de sus vacaciones, ya que parece que la obligación de todo contribuyente sea la de gastar sus pocos ahorros en desplazamientos imposibles.

De ellos quiero acordarme hoy, de los que no se han ido a ninguna parte, de los que han tirado de piscina pública, de los que sólo han viajado en metro, de los que, todo lo más, han salido a comer fuera los mantecados o los helados de media tarde. Y todo eso siendo de ciudad de interior aún es más severo: vivir en Santander o en Cádiz le permite a uno hacerse a la idea de que está veraneando, pero quienes viven en el barrio de La Estrella en Madrid no creo que le acaben de encontrar el encanto al agosto más allá de que tengan algo más de sitio para aparcar su utilitario.

No salir de la calle de uno tiene ventajas --entre ellas la de no entrar en la ruleta rusa de las carreteras--, pero también el inconveniente de no saberse pertenecientes a una gran mayoría. Ahora que todos vuelven con la boca llena de lo bien que se lo han pasado, no estaría de más que saludasen con el afecto debido a quienes les han mantenido en vilo el pulso de la ciudad. Esos que con media sonrisa cínica dan la bienvenida, de nuevo, al infierno de lo cotidiano.


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