Llegué aquel año a Nueva York una tarde en la que la calorina me negaba hasta el resuello. La ciudad entera estaba empapada de un sudor urbano y murrio y los prójimos que por ella pululaban tenían ese trote cansino y despernado del que pasea por el hollejo de un todo. Daba la impresión, una vez más, de que aquél gatuperio de tipos verdes, rojos y negros iba a llegar tarde a los sitios: fárrago de gente con prisa por ir a alguna parte, americanos que van y vienen por una ciudad que parece estar hecha para que la gente vaya y venga. Mi boina y yo encaramos el afán de asistir al concierto que los Stones brindaban aquella tarde de sofoquina en un estadio de por ahí y en el que habrían de mostrarse todo lo frescos, vocingleros, briosos, golfos, echacuervos, malandrines y magníficos que son. Algún día habrás de teorizar –me dije yo mientras enfilaba la calle 14-- acerca de la imbatibilidad que muestra el rock. En ello estaba justo cuando caí en la cuenta de que me encontraba allá donde el mochales de mi bisabuelo Eloy, tal como les relaté la pasada semana, montó aquél hotelucho llamado Nueva Granada House, entre la séptima y octava avenida, e iba olisqueando portales cuando me encontré con unas escalerillas que daban a un sótano perverso oculto tras el anuncio de alquiler de lo que en Nueva York llaman un Loft y que no es más que un piso sin paredes.
Ahí, en plena capital del mundo, en pleno fin de siglo, habiendo sido ya inventado el ascensor, se abrió a mis ojos el bolinche de más rancio sabor rural, la tambarria más buchinchera jamás soñada. Era el famoso Centro Español de Nueva York, ciento veinte años de vida, miles de socios en su memoria, tugurio de sujetos jugando al dominó en mesas de vieja formica gastada, calendarios de camionero anunciando una carnicería de Valencia, almanaques con la foto de Rosa Morena, pizarrilla anunciando las tapas del día, pringá, paella, menudo, fabada, lacón... Lejos de las oficiales Casa de España, Omnium Cultural Hispánico, Spanish Institute, que son entes para enseñar litografías de Picasso, aquél acudidero revestido de esa cierta mugre de lo histórico estaba poblado por viejos emigrantes de aquella España que tanto invitaba al exilio. Sabido es que los provincianos nos reconocemos de inmediato:
--Me llamo Lucrecio Allón y soy de Almería. ¿De dónde viene usted?
--De no muy lejos
Hablaba ingés con acento de Aguadulce. Comía “empedrao” y su diversión, más allá de la NBA, seguía siendo jugar a la petanca. Treinta y nueve años en los USA, siempre en Brooklyn, la caldera del diablo. Un paisano de la calle Granada le convenció para que se marchara con él a la fábrica que un conocido había instalado en la margen derecha del Hudson. Ganó algunas perras, compró un piso y casó con una portorriqueña que le dio una hija. La portorriqueña huyó al cabo de los años con un compañero de trabajo dejándole la hija y, supongo, la tranquilidad. Ésta, la niña, le trabaja en un MacDonald´s sirviendo ese a modo de hamburguesa del que para qué hablar y él, jubilado ya, juega con el nieto y bebe vino en la tasquilla de lunes a jueves y de diez a dos. No ha vuelto a Almería desde que marchó, pero me hablaba de España con el temblor ese que hablan los huérfanos tempranos.
Un cosquilleo de patria le recorría el estómago cuando se recordaba como aquél niño feliz que inauguraba los azules. Irrescatable soledad de lo olvidado, Lucrecio dibujaba con sus manos el perfil perdido de su primera cal, el anillo equivocado de la despedida, las almas muertas de su cuerpo y vueltas a nacer al día siguiente. Brindamos por España: menudos reaccionarios los dos... Y por su hija, que se llama María del Mar.
Aunque ella prefiere que la llamen Merry.