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27 de septiembre de 2015

El sollo de Diego Gallegos


AMPLIARHe dado muchas vueltas este verano. He cruzado España en zigzag, a pie, en coche, en tren, relamiéndome en muchos lugares ya conocidos y en otros que tenía desde años atrás en la lista de espera, como la deliciosa sorpresa de la isla de Tabarca o la bellísima villa de Luarca, en la prodigiosa Asturias de las cosas, donde la bella Andrea de El Cambaral me socorrió tras masacrarme los dedos de un pie y donde Casa Consuelo me barrió del mapa con una apasionante dosis de comida asturiana, tan sabrosa, tan intensa, tan frondosa. Dedicaré algunos capítulos a los paseos por la cornisa cantábrica, tan de sube y baja, tan de plato hondo y cuchara cóncava, así como al descubrimiento en el paseo marítimo de Fuengirola, Málaga, de un lugar a medio camino entre el milagro y la excelencia, con producto mimosamente elegido y manufactura esencialmente perfecta: Los Marinos José. Ya habrá días.

No demasiado lejos, en El Camino del Higuerón, fui a dar con la perla buscada de día en día: El Sollo. Requiere pormenorización.

El Sollo es como se conocía años atrás al esturión en Andalucía. Remontaba el Guadalquivir y desovaba consecuentemente hasta que fue construida la presa de Alcalá del Río, que limitó mucho sus idas y venidas. Una sobreexplotación característica de los años sesenta los sentenció. El último, dicen, fue pescado por sorpresa a principio de los noventa. Hoy, el esturión, pez con hueso y cartílago, dador del placer del caviar, es un pez mayormente obtenido en criaderos, y con todo y con eso sigue siendo excelente.

Diego Gallegos, por otra parte, era un joven brasileño aficionado a la cocina que vino a España con la intención de estudiar Derecho. En realidad eso es lo que dijo en su casa, pero su verdadero propósito era formarse entre fogones y hacer carrera. Los suyos creían que estaba a punto de ser un gran abogado cuando, realmente, estaba a punto de ser una revelación de la nueva y experimental cocina española. Comenzó a trabajar en la excelente factoría de Riofrío en Granada, experimentó todo lo posible con los esturiones y voló en solitario no sin antes haber tomado buena nota en las cocinas de Aduriz o Berasategui. Después de haber pasado por Benalmádena, abrió hace pocos meses su nueva casa en la Reserva del Higuerón en Fuengirola. No muchas mesas, pero todas llenas.

Era la noche de más calor del verano. Sólo tenía un rincón en la terraza y allí nos sentamos como héroes algunos amigos. Soplaba Terral, viento caliente que viene de la tierra, del interior, y todo conocedor de Málaga sabe que en verano eso significa bochorno: 39 grados de nada a las once de la noche. No obstante, no importaba, la expectación era grande. Y debo decir que no importó. Lo que probé aquella noche me llevó a situaciones cercanas al éxtasis.

Diego es un ingeniero de la cocina. De hecho, fue reconocido como Mejor Cocinero Revelación en la edición de este año de Madrid Fusión. Es un perfecto conocedor de los incontables recursos que tiene el esturión, así como otros pescados de río que también trabaja, la trucha especialmente, servida en un ceviche convincente. Del esturión, hasta los andares, como el cerdo. Deliciosa piel crujiente. Deliciosa morcilla de esturión llamada 'morsollo': sangre del pez, cebolla y especias servidas en bolas negras estupefacientes o, como aquel día, en un sorprendente macarrón. Deliciosa sobrasada, también de esturión, que me hizo olvidar hasta el calor: puede haber sido lo mejor que cené aquella noche. Milhojas de caviar. Anguila en adobo. Desfile primoroso de ahumados. Y así. Si el menú incluye caviar es algo más caro, pero el precio compensa todo el trabajo que lleva la elaboración de tantísima exquisitez. No es un lugar inalcanzable por el precio ni mucho menos.

Gallegos va por muy buen camino, tiene un talento bárbaro, una imaginación portentosa y se le aprecian, por demás, sus raíces peruanas.

No me cabe más remedio que volver.


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