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15 de febrero de 2015

El tema de Lara


Yo sabía, como casi todo el mundo, de la salud de José Manuel Lara merced a una elemental capacidad deductiva derivada de la simple contemplación. No me era necesaria la carrera de Medicina para saber que aquel hombretón cordial y franco estaba tocado, muy tocado, como consecuencia de un proceso cancerígeno de pronóstico inequívoco. Todos quienes le conocíamos, queríamos y admirábamos guardábamos un prudente silencio, pero sabíamos que era una lucha desproporcionada: antes o después vencería el Mal, de la misma forma que a todos, antes o después, nos habrá de vencer la muerte. Pero me asombraba su fortaleza de espíritu, su tozudez irredenta, su resuelta voluntad de sobrevivir a cualquier adversidad. Así transcurrieron tres años largos desde el diagnóstico y posterior intervención del proceso que aquejaba a alguno de sus órganos vitales de singular trascendencia. Tres años de lucha sin cuartel, de ejemplo de resistencia, de bárbara pelea con la adversidad.

Ya está casi todo dicho de él. Los medios han sido generosos con su figura trascendental, plenipotenciaria. Todos los perfiles posibles han sido dibujados por los lápices de justicia de quienes le conocían. Pasadas dos semanas de su despedida multitudinaria, yo me atrevo a añadir alguno más. Lara bajaba mucho a Sevilla, y casi siempre que lo hacía -si no siempre- procuraba la compañía de Enrique de Miguel, mi hermano mayor, al que tanto acudo cuando preciso consejo prudente y sabio. Enrique es el más adecuado introductor de embajadores que conozco: elegante, sereno, mundano y tan señorial como un senador romano o un viceministro de la URSS, siempre sabe cómo hay que tratar a cada cual, qué palabra le corresponde a cada uno y dónde acudir en busca de lo que se precie, sea tranquilidad o jaleo. Lara le buscaba, como digo, y Consuelo, su esposa, de la misma manera; y en alguna ocasión era yo llamado a compartir risas y tabaco, ese tabaco que él empalmaba de cigarro en cigarro y que yo creí imposible que pudiera dejar algún día, como efectivamente hizo. Reconozco que lo pasaba bien con aquel hombretón de doble cuerpo, altura cercana a los dos metros y otro metro más de hombro a hombro. Era incapaz de matar a una mosca, supongo, pero si alguna vez hubiera querido arrancarle a alguien la cabeza de un guantazo le hubiese bastado con soltar su mano y volcar tras ella toda su inmensa humanidad. 

Gustaba de Andalucía más allá del aprecio folclórico que se tiene por una tierra española naturalmente dada al agrado: siempre le apetecía recibir en sus tierras de los Alcores a diversos actores del día a día, a creadores diversos, a inquietos activos de esa Sevilla por la que sentía veneración. Siempre le escuchaba en Sevilla defendiendo las virtudes de Cataluña y en Barcelona haciendo lo mismo con las de Andalucía. Y batiéndose el cobre en ello: era un buen polemista, pasional, entregado, dispuesto a pelear un argumento hasta la última palabra. Recuerdo bien la última vez que le vi: en su despacho barcelonés poco después del verano, en el que seguía trabajando como si nada, como si su salud no estuviera seriamente tocada. Hacía planes para los próximos diez años y, en lugar de recogerse al abrigo de sus paredes, tomaba decisiones estratégicas, decisivas y debo decir que atinadas. Dos días antes de fallecer quiso levantarse y, como siempre, mandar a la porra al enfermero que le atendía. Tomada su tensión, se le advirtió que era tan baja que al solo levantarse podía caer al suelo y no volver a levantarse. Fueron al hospital, en el que, por supuesto, mandó al carajo a todos los sanitarios advirtiéndoles que tenía que ir a trabajar y que le dejaran salir inmediatamente. Incluso le dijo al chófer que fuera preparando el coche, cosa que el chófer no hizo. Eran sus últimas horas, pero solo tenía en su cabeza seguir creciendo, atendiendo el negocio que inició su padre y él multiplicó por mil. Estaba convencido, creo, de que la muerte no le iba a secuestrar para siempre, ya que con él no podía la adversidad tan fácilmente. Inteligente como era, no supo entreverla en el quicio de la puerta, en el que aguardaba impaciente por cobrarse una buena pieza.

Un español que no disimulaba ser catalán y amar Andalucía anda ahora por las alturas arreglándole a Dios, a buen seguro, la debida expansión del universo, el tema en el que era experto. El tema de Lara.


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