Soy espectador habitual de Digital+, lo confieso, pero apenas optimizo unas pocas posibilidades de la plataforma. Los que no trasnochamos y tenemos poca tendencia a rentabilizar los recursos de un televisor no vamos más allá de asomarnos a un buen documental de los canales Historia o de Odisea y a relajarnos con alguna película de la última década. Si es de acción, mejor: soy poco reflexivo y algo simple y bruto, qué le vamos a hacer. Con decir que hasta hace unas semanas no me he enterado de que podía grabar series y programas para verlos a mi capricho está todo dicho. Ha tenido que ser, para mayor escarnio, un niño de doce años quien me ha dado las instrucciones necesarias: Manolito Marvizón Jr., el único niño anunciado en un pregón de Semana Santa, me puso el mando en las manos, me explicó cómo operar con el botón rojo y, lo reconozco, me abrió un paraíso de posibilidades.
Como ya me había advertido mi avisador televisivo, Paco Cervantes, de la necesidad imperiosa de deglutir entera y sin descanso una serie norteamericana de televisión, procedí a articular el mando y conseguí dar con la clave. Gracias a eso pude empezar a ver Breaking bad, exitosa serie estadounidense que a lo largo de cinco temporadas ha llevado a la pequeña pantalla la vida de un químico aquejado de un cáncer terminal que se transforma en malo ('Volverse malo') y se dedica a fabricar metanfetamina. Soberbia, ciertamente, ya que hace que el bueno no lo sea tanto y que se vaya transformando poco a poco en un tipo temible. Breaking bad es un ejemplo más (quizá de los mejor acabados) de la excelente dramatización, eléctrica y absorbente, con la que se desarrollan tramas originales y difíciles de abandonar. Algo así ocurrió con Los Soprano, serie que durante ocho temporadas nos enganchó a muchos hasta hacerla merecedora de los mejores calificativos. Las series nos llevan a épocas concretas, cierto, y muchas aguantan mal el paso del tiempo, pero las dos anteriores parecen hechas para aguantar muchos años el desteñido de la televisión.
No sé qué pasaría si hoy volviésemos a ver Hombre rico, hombre pobre: en su momento, televisión única y mayoritariamente en blanco y negro, cautivó a la casi totalidad, pero se nos quedaría tan pequeña ante los alardes de realización de hogaño que dudo que aguantásemos más de un par de capítulos concretos, la huida de Nolte y los asesinatos de Falconetti, por ejemplo. Hay una generación que se ha criado prácticamente con Friends a lo largo de diez años: un estilo, una época, una gente y relatos cotidianos de jóvenes contemporáneos crean un fenómeno social, con sofás en los cafés, tazas grandes, peinados que imitar y cameos de famosos en capítulos concretos. El pack de Friends sigue estando en los lugares preferentes de las estanterías de DVD. Algo así ocurre con Sexo en Nueva York.
Ahora, en cambio, hay exitazos indiscutibles, pero crean menos estilo que imitar por legiones de jóvenes en el mundo. Son, eso sí, brillantísimos ejercicios de talento: véase Modern family, retrato irónico y espectacularmente fresco que también he podido repescar gracias al botoncito rojo del mando. Prison break es otro derroche de acción: hombre que se tatúa el plano de la cárcel donde está su hermano condenado injustamente a muerte y delinque para ingresar en ella y preparar la fuga. Serie coral masculina, al igual que Orange is the new black lo es femenina y absolutamente aconsejable. Como lo es también la recientemente estrenada The black list. Y así podríamos seguir sin descanso, ya que esta puede considerarse como la época dorada de las series.
Precisamente está en camino Better call Saul, un spin off de Breaking bad, o sea, una serie derivada de esta. En ella toma cuerpo el abogado Saul Goodman, que intervino como secundario en la historia del químico narcotraficante. No me la pienso perder. Hay que ver lo que puede cambiarle la vida a uno un simple botoncito. Me puedo acostar pronto y relajarme alguna tarde con el talento de los demás. Qué callado os lo teníais, puñeteros.