Todo país que se precie acostumbra a velar por la inviolabilidad de sus fronteras. No se conoce lugar alguno en el que las Fuerzas de Seguridad desistan de proteger los límites soberanos de su país, pudiendo usar desde métodos disuasorios a otros claramente expeditivos. Trate quien quiera de pasar en avalancha por una frontera rusa o norteamericana: particularmente, no le arriendo la ganancia. Diferente parece el caso de la frontera de España con Marruecos: allá, en las espesuras del monte Gurugú, se concentran miles de personas llegadas de varios rincones del continente africano, las cuales no ocultan su intención de asaltar en avalancha la valla que separa ambas demarcaciones.
Como parece sensato, España tiene derecho y deber a proteger sus límites soberanos, que, además, son límites europeos. Desoír este mandato en función de discursos buenistas y autocomplacientes es una irresponsabilidad manifiesta y no consigue otra cosa que invitar a otros tantos miles a que engrosen lista de espera para proceder al salto. Pero la política española está repleta de irresponsabilidad discursiva y pocos se atreven a ser rígidos en este menester: hacerse la foto con perfiles bordeados por el buenismo es demasiada tentación para todos. Ya sabemos que quienes vienen no lo hacen con mala intención, no quieren robar, matar, delinquir, son personas que huyen de sus países buscando mejor vida, no son perversos traficantes ni futuros desestabilizadores sociales, lo sabemos. Sabemos que son fuertes y están decididos a todo. Pero ellos deberían saber que frente a su intención de asalto ilegítimo está una legislación ordenada que protege los intereses nacionales de un país que no puede abrir sus puertas de par en par a todo un continente. Y no por hacerlo es un maldito xenófobo intransigente.
Los asaltos se seguirán produciendo mientras la legislación no se adecue a la realidad, mientras la Ley de Extranjería contemple que quien supere la prueba, la valla, pueda quedarse. No deja de ser una prueba de esfuerzo: el que salte y supere concertinas y mallas, se queda. Quien está al otro lado, lógicamente, lo intentará hasta el desfallecimiento. En el momento en el que se ponga en práctica la expulsión inmediata, por puerta giratoria, la presión no será la misma. Pero eso precisa decidida acción política de los principales partidos y abandono manifiesto de la tentación de dejar frases para el lapidario cursi.Europa se desentiende de un problema que, irresponsablemente, asigna solo a países limítrofes como España e Italia. Bruselas debe saber que aquellos que cruzan a la desesperada no se quedan en Melilla. Son liberados tras un lento proceso burocrático, transportados a la península y, después, abandonados a su suerte. Muchos de ellos se quedan en España, pero muchos suben hasta Francia o más allá, entre otras cosas porque proceden de países del área francófona y utilizan habitualmente ese idioma. Si estos países creen asumible la cifra de inmigrantes irregulares se comprende que miren hacia otro lado, pero si lo hacen en la confianza de que la cosa se va a quedar en esos márgenes están equivocados: la aceptación de una situación irregular potencia todos los 'efectos llamada' y transforma a los trescientos en mil quinientos, y a estos en diez mil, y así. Es fácil ponerse de perfil y emitir frases para la historia.
Es fácil hacerse el fray Escoba social y parecer un ser humano angelical cuando no se tienen responsabilidades de control y vigilancia de fronteras. Es fácil pensar en que sea otro el que haga el trabajo sucio de protegerme la puerta de casa mientras yo me hago el bueno, el poeta, el angelical. Es fácil, pero no es decente. Todo hijo de vecino sabe coger la guitarra, colgarse un poncho, acariciar un corderito y decir aquello de que la Tierra es del Viento, pero con eso no ayuda a solucionar un serio problema social y de orden público. Tampoco parece razonable resignarse mediante la consabida oración de que es incontenible tal movimiento y que resulta estéril oponerse a él. Desafíos como el presente, movilidades geográficas como esta, requieren cierta seriedad en la toma de decisiones. Menos posturitas y más adaptar la legislación a la realidad y hacerlo de forma expeditiva, de tal manera que disuada todas las avalanchas.