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22 de diciembre de 2013

Nelson y Gary


Ahora que acaba el año y que la Nochebuena está al asalto, como un ladrón de melancolías o un avivador de fuegos dormidos, pasados, ocultos en la memoria desvelada de los días, valdrá acordarse de los que se van e incluso de los que, yéndose, se quedan. No se me ocurre nada nuevo que añadir a lo escrito por aquellos que han tratado de cerca a Mandela. He conocido detalles pequeños de Madiba gracias a mi hermano Gary Bedell, diplomático canadiense que fuera su mano derecha los años anteriores a hacerse con la presidencia sudafricana. Y me resisto a silenciar alguno de ellos. Gary me habla de Mandela como si hablara de un padre. Cuando llegó a Canadá de visita, en ronda mundial después de haber sido excarcelado por el gran y olvidado De Klerk -ese Suárez del fondo de África-, Mandela fue atendido por Bedell, funcionario encargado de cuidar a las visitas de Estado que llegaban al gigante pequeño de América del Norte. Tal fue el afecto mutuo que se despertó entre ambos que cuando Trudeau, primer ministro canadiense, le preguntó al sudafricano qué podían hacer por él, este le contestó: «Déjenme a Gary». En efecto, Bedell viajó con él al objeto de que la inteligencia norteamericana obtuviese delicada y preciosa información de lo que planeaba el líder negro, pero el afecto mutuo hizo que Bedell estuviera más cerca de los intereses de Madiba que de los de su bloque. Fue, en cualquier caso, el puente perfecto para casar a unos y otros en lo que parecía un objetivo común: desmontar definitivamente el apartheid y favorecer el acceso a la presidencia de Sudáfrica de un líder negro de la categoría histórica de Mandela. Al poco de establecer una cosa y otra, Bedell dejó Sudáfrica y anduvo sus pasos a Sevilla, donde su país precisaba de un comisario para la Expo del 92: consiguió que el pabellón de Canadá fuera la sensación popular de la ciudad y, con el paso de los días, sentó sus reales a la orilla del Guadalquivir desarrollando una actividad social que cualquier cofrade la Sevilla recuerda con agrado. Toda Sevilla conoce a Gary de la misma forma que, estoy seguro, lo hace toda Johanesburgo, medio Soweto, parte de Durban y Ciudad del Cabo al completo.

Mandela, obvio es decirlo, ha entrado en ese reservado panteón que la Historia guarda a sus hijos favoritos. El siglo XX ha enterrado en él un puñado de ellos: Ghandi, Teresa de Calcuta, Martin Luther King, Einstein, Chaplin, Elvis, Evita, Juan XXIII y un puñado más en el que uno no se puede privar de incluir a Churchill, De Gaulle, Fleming y yo qué sé cuántos más. Puede que no muchos más, pero Mandela siempre entre ellos, indudablemente. En la tumba, claro está, descansa con sus luces y sus sombras: sus primeras compañías, incluidas las conyugales, no eran las más aconsejables, y sus amistades internacionales (Castro, Gadafi y demás) no resultaban precisamente ejemplares. Pero en el balance queda su espectacular gestión de equilibrio, de integración, de visión histórica. Pudo ser un pésimo administrador o gestor, pero eso no trascendía más allá de unos años; en cambio, su trabajo por el equilibrio racial y social en el país que le vio nacer trasciende cualquier otra consideración. El patriotismo consiste precisamente en eso: ver más allá de los cuatro años anteriores y de los cuatro posteriores, entender que se puede servir a los intereses históricos de tu comunidad y hacer el menor daño posible a todos los colectivos de tu sociedad.

La necrofilia desarrollada tras la muerte del anciano Mandela, no obstante, pone a mucha gente en guardia... y lo entiendo. Conviene dejar un tiempo de enfriamiento: también los cadáveres y su legado precisan reposar. Es el tiempo de escuchar a gente como Gary Bedell, de leer lo que escriban y escuchar lo que dicen. Yo, como le voy a tener a mano esta Navidad, atenderé sus palabras y prometo contárselas así que pasen un par de años. Cuando descanse Mandela.


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