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20 de abril de 2014

La alcachofa de Sito


La alcachofa dura lo que dura. Regalo tan exquisito de la naturaleza sabemos que no pasa de abril. Y que se cultiva en agosto, con lo que es muy difícil que esté en su punto hasta que no vaya muriendo el otoño. La alcachofa blanca de Tudela, para entendernos, nos cautiva a los que nos la comemos en todas sus variedades: guisadas, fritas, a la pancha, en tortilla, con arroz, al horno, hoja a hoja, corazón a corazón. ¿Cuál es el milagro, pues, para que uno vaya a El Pimiento Verde, en Madrid, en pleno agosto y pueda comerse unas espectaculares alcachofas? El milagro tiene nombre propio: Sito.

Desde que este economista bilbaíno se involucró en el negocio gastronómico, en la restauración y su circunstancia, mandó preparar alcachofas. Las macera un tiempo, las cuece en aceite, las pule y luego, para servirlas, les da un golpe de sartén o freidora. Las sustancias con las que las macera y los adobos con los que las suspende en el aceite solo los sabe él. Son, en cualquier caso, superiores, únicas, sabrosas, incomparables. Durante no poco tiempo, Sito ha servido estas alcachofas en los cuatro establecimientos con ese nombre en Madrid, pero solo en temporada; llegando abril, abría los brazos desconsoladamente y ofrecía cualquiera de las otras excelencias del local. Hasta el día en que llegó una pareja canaria que voló desde Tenerife con la sola y exclusiva intención de devorar alcachofas sin descanso. Por aquellas cosas del destino, el delicioso fruto mediterráneo se había acabado el día anterior y ya no habría más. Sito casi pudo tocar con sus manos la decepción en el rostro del matrimonio y pensó que había que hacer algo. Y lo hizo. Se puso en contacto con las autoridades navarras, allá donde tanto saben de alcachofa, y Miguel Sanz, entonces presidente del Gobierno Foral y compañero de andanzas de san Fermín, le comunicó que estaban experimentando con la conservación de la alcachofa mediante tecnología algo más sofisticada que simplemente congelarla.

Dicho y hecho: con la ayuda de un par de investigadoras navarras, Sito llegó a la conclusión de que la mejor conservación se podía realizar interrumpiendo en un punto determinado el proceso de cocinado que anteriormente he descrito, de modo que bien al vacío, bien en congelación conservara la alcachofa a punto de solo ser golpeada en un arranque de aceite hirviendo. Ese mecanismo, bastante más complicado en su parto de lo que yo aquí he descrito, ha hecho posible que ya no haya más matrimonios canarios decepcionados. Cuando arranca la temporada, los magníficos cocineros de Sito preparan toneladas de alcachofas (es literal) y las dejan a un paso de ser servidas. Usted llega en pleno agosto y puede comerse un plato; cosa que no hará, ya que lo más seguro es que coma dos. Son alcachofas sin parangón posible; dignas de empatar con las que mis amigos de La Tomaquera preparan en la calle Margarit del Poble Sec, en Barcelona, diferentes y solo en temporada, pero excitantemente sabrosas, mágicamente catalanas.

Aunque ya que pasa por cualquier El Pimiento Verde (hay cuatro en Madrid), yo no dejaría de probar pimientos y rape. El milagroso pimiento Perón, piquillo, lo asa durante horas al calor tan solo de la llama de testigo que tienen los fuegos industriales, con lo que pueden imaginar su textura (imposible olvidar la dulzura de María Eugenia Idoate cuando nos los brindaba en el sublime Europa de Pamplona, siempre en nuestro corazón). Algo así pasa con los espárragos, navarros de pro, sin procedencia oculta del altiplano, sin deshilachado desagradable o innecesario. Y el rape lo presenta como un collar blanco (de rape negro) que sabe a gloria del mar. Un prolongado abofeteo de calidad. Las técnicas culinarias actuales permiten milagros de I+D+i. Pero, no nos engañemos, sin calidad de origen y sin amor por el trabajo bien hecho la tecnología no sirve de mucho. A por la alcachofa, que está ya siempre viva.


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