El hostal del Peregrino de mi viejo amigo Angelo, un remanso de bellezas y virtudes varias, ya no opera a la entrada de Puente la Reina, Navarra. Pena. Te queda el consuelo de cruzar su calle Mayor, piedra y tiempo, y detenerte en cualquier taberna a saborear la tierra. Cruzas el puente y, a lo lejos, te advierte la senda que tendrás que ascender el Mañeru, subida corta pero puñetera. Y luego subir a Cirauqui y a Lorca, dos joyas instaladas en pequeños oteros desde los que ver la siembra y el verde navarro. Este año se ha llevado más de un mes sin llover, con altas temperaturas, y el cereal, que otros años aún verdeaba por estas fechas, ha pagado el pato. Villatuerta, donde siempre llevábamos el gorrín de Navidad a asar cuando cenábamos en el norte, inicia un último tramo hasta Estella frondoso y bien regado, que viene a morir a la altura del Santo Sepulcro, esa joya que descubrieron muchos el día que el ayuntamiento tuvo la idea feliz de derribar edificaciones que impedían su vista. Al peregrino le espera San Pedro y su grandeza y, al salir de San Martín, la refrescante visión del río Ega, en cuyo meandro se ha ido construyendo con los siglos esta suerte de 'Toledo del Norte', cabeza de su merindad y saco permanente de sorpresas de esquina en esquina. Me tomo un zurito de cerveza en el Che, cerca de Los Llanos, donde acaba la célebre 'Bajadica' de las fiestas, para que Samuel me cuente cosas del pueblo, y repito un clarete en La Moderna para charlar con Jose y tomarle la temperatura a la cotidianidad. Estella es otra parte de mi vida, y hay rituales que no puedo evitar. Un vino en el Lerma, una copa en el Pigor para escuchar la música que Juan Carlos elige como si fuese un servidor, unas Rocas del Puy en la pastelería Torres, lo que quieran darme en Astarriaga y, por supuesto, sentarme a comer en el Richard, que tiene pinta de bar de barrio y es un restaurante de primer orden, donde hasta la simple carne empanada es un primor.
Salir de Estella conlleva ascender hasta Irache y asomarse a la fuente de vino, cerca de la sociedad donde el inolvidable Juan Andrés elaboraba las mejores patatas con chorizo jamás cocinadas, con su pimentón añadido, como debe ser. Antes de salir me gusta charlar de toros con Calata, el doctor Miguel Calatayud, currista confeso desde su cuna navarra, y con Chus Goldaraz, taurino impenitente que desde el 72 no ha perdonado una Feria de Abril gracias a que es un mutilado de guerra por un tiro que le rozó haciendo el servicio militar. Una vida vivida entera gracias a un tiro que le sirve para ser el mejor consumidor de Manzanilla de Sanlúcar de todo el país. Iñaki Ruiz nos prepara en su choco una merluza soberbia que a mí me parecía poco hecha, pero que ellos blasfemaban al asegurar que estaba pasada de cocción. Entre cococha y cococha, discutimos de si llevar el toro toreado al estilo de Manolete, un medio pase, es más arriesgado o no. No llegamos a un acuerdo. Ni tampoco cuando nos preguntamos por qué le pillan tanto los toros a José Tomás. Y en eso llega el maestro Facultades. Agustín Hipólito Rivera. ¡Cuántos años saliendo por la puerta grande de la plaza de la avenida Yerri, al lado de casa de Mariló! «Voy a tener que retirarme», dice. «Pero, maestro, no hace falta que se entregue tanto, toree por alto, al hilo del pitón, con el pico y hacia afuera, ¡pero no deje esto vacío!», le digo. Lo considera y, tres pacharanes de Baines después, admite quedarse para seguir entusiasmando a una plaza que no ha visto otra cosa igual. Quisiera quedarme horas enteras para charlar a bote pronto con todos los lugareños que conozco o me conocen, pero me voy a Los Arcos para echar a andar mañana hasta Logroño, con especial parada en Viana, otro tesoro. No sé qué pasa este año, pero está todo hasta los topes; en los caminos falta solo algún municipal dando paso. Menuda algarabía.