Es la marisma. Es el Guadalquivir. Es el arroz. Las zancudas. Los albures. Es nuestra Louisiana, o nuestro Mississippi, el que ardía en aquella memorable película de Alan Parker. El escenario en el que el brillante Alberto Rodríguez ha localizado la historia de su película La isla mínima es ese desparrame del río más cantado poco antes de darse de bruces con el Atlántico, allá por Sanlúcar de Barrameda. Los barcos circulan desde la desembocadura a Sevilla como por una calle mayor, al compás que marca el Práctico y a la orden de paso de la esclusa hispalense, como hicieron en su día Magallanes o Elcano, o Colón, o los Pinzones a bordo de cascarones imposibles con los que cruzaron el mundo. Su recorrido entonces era otro: 120 kilómetros en lugar de los 80 actuales, así logrados después de evitarle meandros para conseguir navegabilidad de naves de envergadura, las que hoy requieren de un nuevo dragado del que los cultivadores de arroz no quieren ni oír hablar. Al dejar Bonanza a la derecha y Doñana a la izquierda, los cargueros o los paseantes saludarán las tierras de Trebujena, donde hace años se capturaban las angulas que luego servía El Litri en su inigualable barra de guisos y carne mechada.
La Puebla del Río, Coria del Río, Gelves saludan desde la margen del Guadalquivir, y como segregación de la primera de esas poblaciones varios poblados hoy agrupados en el término Isla Mayor. Uno de ellos era Villafranco del Guadalquivir, que desde un poco antes de mediados de siglo había intensificado el cultivo del arroz como gran activo de su producción local. La ganadería tuvo un pequeño papel, pero las marismas de Isla Mayor han dado de comer arroz a media España, en mucha mayor cantidad que las propias tierras de Valencia. Los Palacios y Aznalcázar alternan ese cultivo de cereal con otras diversas formas de ingresos y producción, pero en Isla Mayor el arroz es lo que hay. Es un paisaje difícil, aunque enormemente sugestivo. Son pistas agrícolas entrecruzadas con pequeñas Venecias agrestes, entrecortadas por canales nacidos al paso fluvial, con poblados inesperados y cortijos menores, unos abandonados, otros en decadencia, con viejas embarcaciones de pesca improbable, antigua.
Es, como decía el inolvidable y llorado José Luis Alvite, un paisaje que parece hecho a mano, de amaneceres corteses y delicados, de poderosos y sobrecogedores atardeceres, cuando el sol va buscando su barra en el mar, al otro lado del Coto, del Inglesillo, del Malandar. Paraíso para el furtivo, una de las márgenes es pasto de corzos, ciervos, patos colorados, ánsares, somormujos, flamencos de aluvión e ida y vuelta. Y las aguas que bajan desde Cazorla la Serrana, allá a lo lejos, esconden anguilas, sábalos, pejerreyes y lisas. Hubo esturiones hasta los sesenta o así, aunque un par de proyectos que no acaban de arrancar pretenden reintroducirlos.
Cuando el director de La isla mínima, premio Goya y más cosas, vio la localización, vio también la película. Sin la una no podía haber habido la otra. Y se ha dedicado a fotografiarla con deleite, también como una obra manual, artesanal, irrepetible, en la que hasta las aves parecen estar a las órdenes de un director de fotografía que ha hecho la cinta de su vida. No gozo de autorización fílmica suficiente como para hacer un desglose crítico de la película, pero sí sé lo que me desarreglaron los sentires las imágenes que Alberto ha obtenido del estuario del río Betis y el finísimo trabajo de dirección artística que ha conseguido reproducir con una fidelidad asombrosa cada estampa atribuible a los primeros años ochenta. La interpretación, la velocidad de la acción, el guion, la propia historia narrada y el retrato humano de los pobladores son, como todo, discutibles, y podrán gustar más o menos, pero la película en su conjunto pesa en las manos, como una fotografía íntima, con plomo y oro, de un paraíso escondido. Vayan a verla.