Aserto número uno: la publicidad es un arte. Como todo arte, está sujeto a manipulaciones desafortunadas y a creaciones primorosas, a interpretaciones sublimes y a patochadas irreproducibles. La imaginación de sus creadores y la puesta en escena de sus artistas plásticos hace que los productos que publicitan aumenten su valor intrínseco y que el aumento de ventas permita que los precios sean competitivos.
Aserto número dos: una buena campaña puede engatusar un tiempo al consumidor, pero si detrás no hay un buen objeto a la venta, la cosa no es redonda ni completa. El anuncio de la lotería nacional en su edición 2013 es un filme técnicamente vistoso poblado de buenos artistas (juntan millones de fans entre ellos) que no tiene por qué excitar las ventas de décimos ni tampoco menguarlas en función de la complacencia creada en el público. Para Loterías es más trascendental transmitir el pulcro sentido de honradez en los mecanismos de premios y la falta de ningún atisbo de sospecha en el reparto de los mismos, cosa que es sabida. La emisión de los anuncios consigue, claro, recordar a los habituales compradores de lotería que los décimos están ahí, a la espera, y que la tradición de tentar suerte en Navidad está más que acrisolada en los españoles. Durante no pocos años, una excepcional campaña (enhorabuena, Rafa Pola) protagonizada por un calvo inquietante supuso una cita clásica de la Navidad para todos los telespectadores; cambió la agencia, bajó el pistón creativo, pero no por ello bajaron las ventas de billetes.
Aserto número tres: no siempre es bueno que se hable mucho de ti, aunque no sea para bien. El anuncio de este año, rodado en la espectacularmente bella localidad segoviana de Pedraza y como homenaje a los tradicionales (y veraniegos) Conciertos de las Velas, ha arriesgado demasiado en expresión supuestamente conmovedora y ha motivado la infinita capacidad de parodia que se esconde en las redes sociales: que levante la mano aquel que no haya visto una recreación del anuncio en sus más variadas formas, como película de terror, como concierto de heavy metal o como recreación de Fraggle rock. Es más, que levante la mano aquel que no se haya destripado a risas con la imaginación de los bromistas en sus más variadas maldades. Cuando artistas de fuste, cada uno en su dimensión y cada uno con su público más o menos numeroso, arriesgan por el lado bueno y meloso de la expresión, como si un volquete de melaza les hubiese caído desde el campanario de la plaza, la maldad está servida: empieza uno y detrás viene el ejercicio imaginativo de quienes pelean por la crítica más atroz o por la broma más sangrante. Eso le ha dado al anuncio de este año una relevancia infinitamente mayor que la que hubiera tenido en un principio de ser un anuncio, digamos, más estándar. Si el objeto que vender fuera, pongamos, un bolso, tendría dudas de la eficacia aquel que se arriesgase a llevar ese bolso se podría sentir centro de la misma guasa, pero si es un producto tan institucional como la lotería de Navidad, que funciona por sí sola, multiplica por equis cada impacto. Diferente resulta la gracia que le haya hecho a cada protagonista verse caricaturizado, por ejemplo, como creador de pánico al estilo de Nicholson en El resplandor, pero si se tiene cintura y sentido del humor puede hasta resultar relajante. También es opinable el haber seleccionado Always in my mind para cantar la Navidad: algunos seguidores de Elvis aseguran que este debe de estar removiéndose en su tumba, pero admitirán a la par que el soundtrack es correcto y pegadizo, incluido el «na, na, na, naaa» final del gran Raphael.
En resumen, aserto número cuatro: lo peliagudo del anuncio no está en sus detalles fílmicos, todos subjetivables, sino en la verdadera realidad de los premios. Hacienda se queda el veinte por ciento de los premios superiores a 2500 euros. Estos chupasangres y no los parodiados son los que de verdad dan miedo y meten susto. Que haya suerte, en fin.