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23 de marzo de 2014

Un griego por Toledo


AMPLIARFue una suerte de capital de España y podría seguir siéndolo. No cabrían todas las oficinas, pero le sobra grandeza representativa, puesta en escena imperial, vistosidad, densidad histórica, formas de centro de poder, clase, maneras de vieja dama mil veces recompuesta. Toledo es lo más que se despacha en gloria y nobleza en un país repleto de centros grandiosos, como podría ser la Córdoba califal o la Salamanca universitaria. Un paseo de sube y baja a horas de luz incierta, de amanecida o atardeciendo, ayuda a la reconciliación con los pulsos que marcan las cosas bien hechas. Toledo debería recetarse en las consultas: «Tome dos paseos por Toledo, uno por la mañana y uno por la tarde, durante una semana y quedará como nuevo».

A la ciudad vuelve ahora el Greco, sin haberse ido nunca. Desde hace unos días, más de cien obras del Griego de Toledo se exponen juntas por primera vez. Llegan de todas partes del mundo y estarán a nuestro alcance durante tres meses. Pasado ese tiempo se dispersan de nuevo por el globo: quien tiene un Greco no quiere dejar de verlo más de ese tiempo. Nunca antes había ocurrido algo así, ni siquiera en el tiempo en el que el pintor empezó a ser mundialmente considerado, a principios del siglo XX, después de no pocas reivindicaciones cultas y sabias de grandes como Manuel Bartolomé Cossío. El Greco, curiosamente, solo ha reinado trescientos años después de su muerte, cuando se le reinterpreta, se 'relee' su pintura y se le alza a la cúspide de los grandes. Ahora, en el cuarto centenario de su muerte, alcanza el cénit.

Doménikos Theotokópoulos no llegó a Toledo hasta que no contaba con treinta y cinco años, edad en la que la gente se moría ya mayor. Y permaneció en ella hasta los setenta y pico de su muerte. Y reventó, encontró su hueco, perfiló su estilo y logró la incomprensión de muchos, a pesar de recibir encargos continuados. Cuentan quienes saben que el Greco evolucionó desde los iconos bizantinos de su tierra natal al manierismo italiano que absorbió en Venecia y Roma, pero que en la España de Felipe II que, al parecer, no le hizo mucho caso se hizo definitivamente audaz con los colores y las figuras, alargadas, con retorcimientos y luz propia. Empezó a retratar según su criterio el retrato entonces era otra cosa y trazó la pintura devocional que le hizo inmortal. La trascendencia era cosa suya, y por aquellos años la trascendencia era esencialmente religiosa. Por demás, los encargos que recibía eran de ese carácter, con lo que su obra se centró en lo que hoy conocemos como núcleo central de su legado. Todo ello, desde el Conde Orgaz hasta el Expolio, pueden verlo de corrido en dos o tres localizaciones esenciales, alguna de las cuales no es tan fácil pillarlas abiertas.

Y, ya que están, aprovechen para girar una visita al Alcázar de Toledo, al lugar en el que se evidencia la lucha fratricida a la que llegaron los españoles no hace más de setenta años. La corrección política y las leyes de memoria histórica hacen que determinados escenarios hayan sido recompuestos, pero todos sabemos que se trata de un descomunal ejemplo de resistencia y fidelidad al mando. El despacho de Moscardó merece una respetuosa pasada en silencio: la pared en la que se reproducía el diálogo con el atacante que le amenazaba con matar a su hijo y el diálogo con este mismo ha sido tapada con fotografías nacidas para el disimulo. La Historia sigue ahí, quieran o no los políticos de turno, y difícilmente podrán borrarla. Por lo demás, el Museo del Ejército es un excelente camino de análisis de la Historia de España que no debe usted perderse: sencillamente magnífico, como las pinceladas soberbias y creativas que ofrece el gran Adolfo en su restaurante y los pellizcos de lugar emergente y solvente que es Loquo, en la calle de su nombre.

Como ya le digo, son tres meses y el reloj ha echado a andar. Corra, no pierda ni un día. Por Toledo anda suelto un griego que dibuja almas espigadas. No deje de sorprenderle en el trasiego de sus callejuelas prodigiosas.


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