Para los que entendemos poco de técnica cinematográfica, Martin Scorsese es una suerte de genio. Y tengo entendido que para los que entienden, también. Dispone de endemoniada facilidad para encontrar la velocidad exacta del relato, vertiginosa, sin descanso, trepidante, magistral; cosa en la que supongo tiene mucho que ver su inseparable montadora Thelma Schoonmaker. Ambos demuestran pericia sin límites en la última entrega de tres horas de metraje candidata a todos los premios posibles de la Academia de Hollywood: El Lobo de Wall Street, recientemente estrenada en España.
Vista la cinta, la gamberra y descarnada cinta que relata la vida de Jordan Belfort, a uno le asalta la duda de si todo fue así o de si narrador y realizador se han dejado llevar por la caricatura y la exageración. De ser escrupulosamente cierta la historia, habrá que reconocer que los noventa -y lo que le cuelga- han sido un tiempo de piratas, y que muchos de ellos han llegado hasta nuestros días con absoluta impunidad. Más allá de las consideraciones morales que despierten los años desaforados y enloquecidos de capitalismo de barra libre, la película de Scorsese consigue enfrentarnos a varias incomodidades: el espectador medio acaba sintiéndose molesto, a disgusto, desapacible ante el derroche de desenfreno de una época que permitió todas las irreverencias posibles y todos los robos contemplables. Más allá de ello, evidentemente, está el arte, la capacidad para irritarnos o entusiasmarnos que tienen los creadores como Scorsese, que no creo que hayan venido al mundo a dar lecciones de moral ni a sentar las bases del buen salvaje. Vamos, estoy convencido de que todo eso al realizador neoyorquino le importa un carajo. Entre él y Terence Winter, quien ha adaptado el libro autobiográfico de Belfort redondeando un guion que no desmerece sus trabajos sublimes en Boardwalk Empire o en Los Soprano, nos atropellan en una frenética y febril sucesión de barbaridades en las que no hay tiempo para sentimentalismos. Aquí, como les digo, es el salto sin descanso de una obscenidad a otra el que se encarga de salpicarnos los ojos de sorpresa, indignación, risa, incredulidad o enojo. Todo es cierto, pasó ante nosotros y las autoridades no fueron capaces de evitarlo antes de que en 2008 reventara el sistema.
No se trata, está claro, de rasgarnos vestiduras ni de disfrazarnos de Vengadores Justicieros, pero habrá que agradecerles a los creadores de la película que consigan, mediante la exageración, hacernos más conscientes de lo que pasó que otras obras que retrataron a los perillanes de Wall Street con notable éxito de taquilla. DiCaprio, Leonardo, alcanza la cúspide. El personaje es, indudablemente, agradecido, pero el actor favorito de Scorsese se desborda en cada matiz sin que pueda acusársele de exagerado. Jonah Hill, su socio y escudero excelente guionista en horas sueltas, por cierto, merece todos los premios a los que concurse al retratar inconmensurablemente al baboso y carnal lugarteniente de barrabasadas y aventuras de Belfort, alguna desternillante, alguna indignante, todas cinematográficamente suculentas. Belfort quien dicen ha hecho un cameo en el filme, aunque no lo he sabido distinguir es indudablemente un filón: con solo 26 años ganó 39 millones de dólares en un solo año y se dio a la loca carrera por adorar toda obscenidad sin recato alguno. Tal como lo ganó, lo perdió; tal como ascendió a los lujos aberrantes, descendió a los infiernos más severos merced a una investigación del FBI que desarmó sus técnicas colindantes con la estafa. Tras algún tiempo preso en una cárcel de Nevada, solo y desheredado, pasó a sentir el baño de la realidad: actualmente dicen que vive en un modesto apartamento de Los Ángeles y se gana la vida impartiendo conferencias en las que relata su azarosa vida y alerta de los peligros de cada uno de los excesos que vivió.
Es una película, pues, arrolladora, agotadora y caníbal. Entretenida y tormentosa, que no deja a nadie indiferente. Y nos recuerda lo que ha sido nuestro devenir reciente, hayamos participado en él como actores o como simples espectadores. O como víctimas inevitables.