Esa realidad a la que llamaríamos 'izquierda estadounidense' es una especie de océano oculto que, a pesar de ser ignorado, existe en una inmensidad subterránea. Es algo menos dogmática que la vieja izquierda europea y bastante menos radical que la que crece por debajo de la frontera del Río Grande, pero es una izquierda que ha adaptado su discurso al curso de los años y que se resiste a ser borrada por las olas de liberalismo genético que configura el ADN de la gran nación norteamericana. Pete Seeger, recientemente fallecido a los noventa y cuatro años, es un ejemplo de ello. No era un viejo cascarrabias ni un radical enfurruñado ni un extremista amenazante. Era un buen hombre, entero, sereno y sonriente, que hizo de su guitarra un fusil de asalto, un instrumento para el combate, y del que muy poca gente habla mal. No era excesivamente pelma, sí tal vez algo denso, y venía a ser un auténtico archivo cultural de los Estados Unidos de América aplaudido por un mar de seguidores, desde Dylan a Springsteen.
Seeger fue un gigante, un bibliotecario del repertorio popular de su país. Se autodenominó comunista hasta que supo lo que el comunismo encarnaba de la mano de animales como Stalin, pero gastó sus energías en defender valores y derechos que a día de hoy nadie discute. Seeger fue uno de los arriesgados artistas que usó su función para apoyar los derechos civiles de los negros en los Estados Unidos, eso que hoy vemos como algo obvio, pero que aún en los sesenta significaba que los morenos no podían sentarse con los blancos en la misma barra de los bares del sur o no podían estudiar en sus universidades o siquiera usar los asientos de sus autobuses. We shall overcrome, creación suya de un viejo canto góspel, fue tarareada por Martin Luther King poco antes de morir, así como tantas otras de sus creaciones fueron musitadas como oraciones por trabajadores, emigrantes, estudiantes y demás 'ralea'. Evidentemente fue perseguido por el macarthismo y los cazadores de brujas, pero siempre se toparon con un hombre que afirmaba amar a su país por encima de todo y que se negó a participar de las ceremonias y declaraciones con las que los interrogadores de la época buscaban los demonios de su tiempo. Está de más decir que se significó en contra de guerras como la de Vietnam y que puso su talento al servicio de la batalla. Los frutos no fueron malos: If I had a hammer, Where have all the flowers gone, Bring'em home o Turn, turn, turn están ahí para certificarlo. Cuatro piezas, cuatro himnos; cuatro sacudidas sentimentales, cuatro lecciones de conciencia envueltas en la delicada intrascendencia propia de su tiempo. Cuatro regalos al mundo con apenas cuatro acordes de guitarra.
Seeger siguió siendo un viejo bohemio hasta su último suspiro, como si aún anduviera por los andurriales de Greenwich Village manteniendo vivo un folk que se resistía a ser eléctrico (también fue de los que se molestaron con Dylan cuando este se hizo eléctrico en el festival de Newport, en el 65). La naturaleza respetó su vieja arquitectura y le dejó asistir a momentos de intensa carga simbólica en su país, tales como la toma de posesión de Obama, sin ir más lejos. En tanto escribo este canto de despedida, escucho de fondo una de sus últimas grabaciones: hace pocos años, con voz temblorosa pero inconfundible, cantó con los Rivertown Kids (coro de chavales de nueve a trece años) una versión casi recitada del Forever young, de Dylan, con motivo de los cincuenta años de dedicación de Bob a la cosa esta de la música. Búsquenla. Es un anciano de noventa y dos años rodeado de críos recordando una pieza del 74 que viene a decir en su letra que se puede construir una escalera a las estrellas y subir en cada peldaño, y se puede permanecer siempre joven. Tal cual siempre fue.
Eternamente joven, Pete.