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12 de enero de 2014

El alma de ciudades y museos


Coincido en muchas cosas con Gonzalo García Pelayo, a excepción del póker y el talento. Los juegos de mesa no están hechos para mí -a excepción del mus- y no tengo la creatividad desatada que rebota constantemente por su cabeza, lo que me contraría sobremanera. Una en la que coincidimos plenamente es la aseveración incorrecta de que los museos se ven en unos minutos. Gonzalo entra en el Prado, un poner, y lo visita a paso de calle; asegura que lo que te interesa merece un vistazo y lo demás una simple ojeada de refilón. Gonzalo y un servidor somos de los que se pasean por los museos sin la detención escrupulosa de los buscadores de matices, de los afortunados que cada vez que miran descubren algo nuevo.

Cuando me acerco al Bellas Artes de Sevilla, corro veloz a contemplar unos minutos La muerte del maestro que con el trabajo -que le realizaron en el Instituto Andaluz de Patrimonio Histórico luce esplendoroso-, del monumental José Villegas, y salgo reconfortado y satisfecho. Hay otras jornadas para los demás. Si algún día se realiza la excelente idea que me transmitió el concejal Gómez de Celis de transformar la antigua Fábrica de Tabacos -impresionante sede hoy de la Universidad- en una suerte de Louvre sevillano, concentrando todos los museos de la ciudad y completando la solvente pinacoteca del Bellas Artes, se crearía un foco de atracción cultural que atraería a la capital andaluza cientos de miles de visitantes más al año y nos obligaría a Gonzalo y a mí a dedicarle algo más que un simple paseo para contemplarlo en su magnificencia.

Sostengo que ocurre igual con las ciudades. Hay dos formas de verlas: conocer lo elemental o saberse sus rincones secretos. Para lo primero bastan unas horas; para lo segundo hacen falta años. Sin salir de Sevilla: conocer el paquete básico de la ciudad lleva tan solo unas horas: Giralda y Catedral, Real Alcázar, Torre del Oro, iglesia de la Caridad, El Salvador, Bellas Artes, un paseo por Triana y otro por el barrio de Santa Cruz se hacen en un día. Intenso, pero un día. Aprehender el alma de la ciudad, conocer sus personajes, saber dónde preparan la mejor pringá o a qué lugar hay que acudir para escuchar de noche el lamento de una guitarra ya es cosa de años.  Visitando con mi querido Paco Cervantes la ciudad de Tokio, me comprometí con él a enseñarle lo imprescindible en un solo día. Viajábamos de Hong Kong a San Francisco y le propuse parar en la capital de Japón a disfrutar del día que nos sobraba. Tokio, en su inmensidad, pudo ser visitado en ese tiempo: bastó con estudiar las líneas de metro y leer un par de guías urbanas en las que se aconsejaran los barrios más interesantes. Y caminar sin descanso y con los ojos bien abiertos. No puedo escribir un libro que se titule El Tokio que conocí, pero sí me llevé una impresión general de los lugares a los que hay que ir. Por cierto, muy interesantes y algo estresantes.

Aquel que quiera visitar la Barcelona elemental, por ejemplo, podrá ver satisfecha su curiosidad básica en un tiempo similar: las Ramblas, el paseo de Gracia, el Gótico, Montjuïc, el Picasso y un vino por el Borne caben en una jornada apretada; pero saber qué rincones aguardan tras el parque del Guinardó camino del sueño de Güell y Gaudí ya es cosa de tiempo: el Quimet de Horta o Can Solé de la Barceloneta no vienen en las guías. Ni la vista agazapada y esplendorosa de la ciudad desde el final de la carretera de las Aguas, más allá del ensoñador Tibidabo.

El alma de las ciudades, como el de los museos, requiere dedicación. Hay quien prefiere conocer poco, pero de forma muy intensa. Gonzalo y yo preferimos ver el mundo a paso de fotógrafo de carreras, no a paso de óleo. Somos, a lo que se ve, coleccionistas de instantáneas.


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