Reconocen los expertos en baloncesto NBA que a Rodman no había rebote que se le escapara. Y no por ser el más alto, que no lo era, sino por empeñarse en ello, por ser gatuno, listo, fuerte y rápido. Su capacidad defensiva le hizo estar en la cúspide y su natural extravagancia le hizo ser extraordinariamente popular. Nacido en Nueva Jersey y criado en Dallas, dirigió sus pasos a Detroit para jugar con los Pistons. En aquel entonces, Detroit era todavía Detroit: hoy, la vieja capital de la industria automovilística es un mero fantasma urbano, una ciudad semiabandonada llena de cadáveres fabriles, repleta de ruinas dejadas de la mano de Dios. Quedan algunos barrios en pie, pero por doquier proliferan heridas de una crisis pavorosa que la han convertido en un espectro de hierro y cemento. Si quiere comprar una propiedad en Detroit, este es el momento: casi las regalan. Entre por curiosidad en cualquier Real Estate y compruébelo. De Detroit saltó a Chicago y con los Bulls cerró tres temporadas a pleno rendimiento, después de las cuales ya decayó deambulando por Los Ángeles y Dallas. En pocas palabras: dicen los analistas que fue bueno, muy bueno, pero no fue élite, cosa en la que no entro ni salgo pues yo, después de haber visto a mi idolatrado y legendario Carmelo Cabrera, pienso que todos son unos mantas.
Hoy es un cincuentón arruinado que pasa apuros para pagar las pensiones de las mujeres de las que se divorció y que monta números gratuitos muy del gusto de los amantes de la expresión 'friki'. Dicen que es divertido pero también que está como una cabra, conclusión que está al alcance de cualquier observador. Ambas circunstancias pueden ser las que expliquen la babosa pleitesía que rinde al capitoste de una feroz dictadura comunista, sanguinaria y exterminadora como la de Corea del Norte, país de cuya selección es, al parecer, seleccionador honorífico. Dennis Rodman cayó por aquel misterioso agujero negro a cuenta de una exhibición para la que fue contratado junto con algunos restos de los Globetrotters por una casa de apuestas. Algo le hizo pensar que allí había un nicho para recaudar lo que precisaba al efecto de pagar sus deudas y dedicó sus días a convertirse en una suerte de embajador del seboso líder norcoreano Kim Jong-Un, el imberbe nieto del fundador del cortijo que sigue al pie de la letra la consigna de aterrorizar a su pueblo y matarlo de hambre.
Rodman, por extraño que parezca, se ha convertido en su 'amigo' y proclama a los cuatro vientos, merced al potente altavoz que acompaña a figuras de su talla, las virtudes supuestas de un individuo despreciable que insiste en poner al mundo permanentemente al borde de las crisis más peligrosas, tal como hicieron con pericia su abuelo y su padre. A Rodman, a cambio de un puñado de dólares, no le importa que el niñato regordete someta a la población norcoreana a todo tipo de esclavitudes medievales, a hambrunas pavorosas, a represiones inimaginables en el mundo civilizado. No le importa que fusile a discreción, que condene a familias enteras a campos de concentración por no haber cantado sus loas con suficiente entusiasmo, que amenace con guerras nucleares una y otra vez; Rodman, por el contrario, se dedica a cantarle el Cumpleaños feliz a Kim como si este fuera Kennedy y él fuera Marilyn, monta partidos de exhibición con viejas glorias para disfrute del sátrapa y proclama a los cuatro vientos que solo aspira a acercar en lo posible a dos países antagónicos, pretensión que a las Blancanieves progres del mundo les conmueve hasta las fronteras del llanto.
Semejante circo vergonzoso y ruin resulta especialmente estomagante cuando se atiende al régimen de esclavitud y terror al que está sometida la población de aquel pobre país. Si supiera su dirección, tendría a bien enviarle sendos volúmenes de dos obras capitales: Los acuarios de Pyongyang, del exiliado Kang Chol Hwan, y Querido líder, de la periodista Barbara Demick. Su lectura sería para él un rebote inalcanzable. Eso en el caso de que sepa leer.