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18 de enero de 2015

Manero en Miami


AMPLIARCambiar los diez grados bajo cero de Brooklyn por los agobiantes y húmedos treinta grados de Miami en tan solo dos horas de avión le enseñó, una vez más, a Tony Manero que todo es transitorio y cambiante y que aquello que en un lugar es hielo en otro distinto puede ser volcán. Un par de días en la playa, o cerca de ella, no le podían sentar mal, con lo que Manero hizo como los jubilados de Illinois, que en cuanto han acabado su vida laboral cargan todas las cosas en una fragoneta y van hacia el sur hartos de que el primer copo de nieve que cae en octubre no se deshaga hasta que llega mayo.

Esta vez, además, había oído hablar repetidas veces del hotel Delano y quería probarlo, ya que, al fin y al cabo, a un tipo que en los setenta había revolucionado las pistas de baile le tenía que sentar como un guante un hotel inspirado en el art déco y con pinta de haber sido decorado bajo las enseñanzas de una noche insomne de Phillipe Starck. Digamos que es atractivo, pero no excesivamente cómodo, y a Manero, además, le dio la sensación de que a veces te perdonan la vida en esos hoteles tan elevadamente in, tan de gente encantada de estar encantada de estar allí. La relación calidad-precio no merece la pena, a decir de nuestro hombre: habitaciones pequeñas y servicio regular. Pero a Tony le interesaba palpar la evolución de aquellos lugares en los que ha vivido alguna efervescencia en los últimos años, esos en los que Miami ha sido fiel a su definición más acertada: una de las pocas ciudades en las que lo que es mentira por la mañana puede ser verdad por la noche. La costilla con salsa barbacoa de Houston's le traía recuerdos de alguna noche veraniega con aquella muchacha de su barrio a la que consiguió abrir el corazón pero no las piernas. Y la hamburguesa de The Burger and Beer Joint le confirmaba que no todo está perdido en la confección de ese amasijo de carne más o menos bien apelmazada: sigue pasando por ser una de las mejores de la ciudad, en ambiente agradable, y con una carta de cervezas que hace las delicias de cualquier aficionado a la cebada evolucionada.

Sin embargo, Manero torció el gesto ante una de las citas: «¡Vámonos al Prime One Twelve de South Beach!», le espetó una vieja amiga de correrías por el cada día más atiborrado y hortera Ocean Drive. Pretender cenar, aunque tengas reserva, en uno de los sitios de Miami a los que vas a que te vean, en plenas fiestas de fin de año, con millones de visitantes en las calles, es tener por seguro un ataque de impaciencia y cabreo. A Manero no le gustan las colas, es más, le revieeeentan: las tuvo que hacer, de joven, a las puertas de su templo febril de cada sábado, el Odisea 2001, junto con su inseparable Stephanie Mangano, hasta que se convirtió en una referencia y era recibido con trompetería. Por ello, hacer media hora de cola para llegar al pupitre en el que te dicen que esperas otra hora en el bar o en la calle (y eso teniendo reserva) para comer unos platos cada día más mediocres y caros le pareció una tortura absurda. Se quedó esa noche con las ganas de acercarse a la última aventura de ese intrépido incansable que es José Andrés: se llama The Bazaar y está en el SLS Hotel, en la célebre Collins Avenue del Beach casi esquina con Lincoln.

Pudo hacerlo al día siguiente y confirmar que el asturiano tiene los pies en la tierra, elabora bien la cocina de altura y basa sus éxitos en no olvidar el país del que viene. El ambiente es chic, muy chic, y vale la pena rogar una plaza en el salón o en la barra. Y luego peregrinar por tooooodo Miami en busca de un imposible: un buen gin-tonic. Algo que para Manero es como una segunda sangre de la que necesita transferirse frecuentemente resulta imposible de conseguir en condiciones: hielos malos que duran un suspiro, ginebras calientes, tónicas de grifo y ni una maldita cáscara de limón por el borde. Regresó a casa, un año mayor. Resignado, pero invencible otra vez, directamente a su mueble bar. Luces y Bee Gees. Y a por el 2015.  


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