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5 de octubre de 2014

’Forever young’, Bruce


Cuando yo era chaval, dibujaba en mi imaginario a los señores de sesenta y cinco años como unos ancianos inalcanzables. Supongo que a usted le pasaría algo parecido. De hecho, a todos nos ha pasado algo así: mi abuelo vería al suyo, de pequeño, como un individuo jurásico, provecto, legendario y anciano. A estas alturas, en cambio, con los cincuenta y siete cumplidos, un señor de sesenta y cinco me parece un compañero de parrandas, un hermano algo mayor, un tipo con muchos años por delante para el disfrute relajado de la jubilación. Hay tipos de sesenta y pico que parecen chavales y hay tipos de treinta y pocos que parecen sus padres, cuando no sus abuelos. Y al revés. Pero, vengo a decir, hoy un hombre que pase de la sesentena no tiene por qué ser un anciano, cosa que sí era hace cuatro décadas o así, ni tiene por qué ser un mueble arrinconado en la sociedad familiar o callejera. Me acuerdo, por ejemplo, de mi suegro: murió con setenta y pocos en un malhadado accidente de circulación y, cuando nos poníamos a caminar, me sacaba varias leguas de distancia sin descomponerse lo más mínimo. Cosa de navarros, digo yo, ya que a su hijo Salvador ni por asomo le veo la suela de las zapatillas cuando echa a correr. Y tiene mis años y unos diez mil gin-tonics más.

Viene esto a cuento por aquel tipo que yo veía tan mayor cuando me asomé al primer disco que descubrí de él: The Wild, the Innocent and the E Street Shuffle. Era un sujeto enjuto y barbado, vestido con vaqueros y camiseta de tirantes de las de vestir debajo de la camisa de colegio, que aparecía fotografiado en la portada y contraportada de un disco que a mí me pareció casi providencial. Era Bruce Springsteen y apenas tenía veinticuatro años. Puede que incluso menos. Y había grabado otro LP anteriormente con el que no había pasado nada, pero que la gente que sabía escuchar ya se había percatado de que antes o después sacudiría el mundo del rock como el que ventea una alfombra en un balcón. Con poco más de veintiséis escribió, compuso e interpretó uno de esos discos que cambió la historia de la música y que, escucharas como lo escucharas, a nadie pudo dejar indiferente: Born to Run. Con esa grabación el rock toma un rumbo determinado, guste más o menos. Como lo tomó con otros ejemplos claros que dejaron los Stones o los Beatles (el sargento Pepper's tuvo que ver), como lo hicieron Led Zeppelin, o los Pink Floyd con Dark Side of the Moon, o Michael Jackson y su Thriller, o los Purple con el archifamoso Made in Japan, o Dylan con cualquiera de sus locuras. Eso no quiere decir que todas las figuras que no nombro no hayan sido fundamentales, pero los nombrados marcaron sendas y dejaron pautas, de la misma manera que en el toreo sentaron rumbos a seguir tres figuras desde la Guerra Civil hasta aquí: Manolete, el Cordobés y Paco Ojeda. ¿Quiere eso decir que figurones del toreo como Ordóñez o Luis Miguel o Camino no han sido trascendentales?: ni mucho menos. Ellos, como Dámaso o Curro o el Viti o Tomás, han sentado bases, han sido leyendas, pero los anteriores estuvieron en el lugar apropiado el día en el que había que romper cánones. Exactamente como hizo Bruce el día en el que se metió en un estudio con su banda para grabar un disco trascendental, pletórico, asombroso que, escuchado hoy en día, sigue resultando fresco, conmovedor y vigoroso.

Todo esto viene a cuento porque este sujeto, al que la mayoría de los aficionados hemos podido ver y aplaudir en más de una ocasión (cosa que no pasaba con otras leyendas anteriormente nombradas), acaba de cumplir sesenta y cinco tacos. Y sigue tan pancho, tan talentoso y tan proteico como siempre, como cuando asombró al productor Jon Landau y le hizo decir aquello tan célebre de: «He visto el futuro del rock y se llama Bruce Springsteen».

El futuro, ya ven, sigue ahí. Con pasado frondoso y presente eléctrico. Y sin asomo de jubilación. Es por ello que hay que agradecerle al rock, entre otras cosas, que nos haga eternamente jóvenes. Forever young, Bruce.


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