El Semanal |
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18 de diciembre de 2016 | ||
La película del apátrida Trueba |
Menos mal que, confesando haber asistido a su proyección, al menos me he librado de caer en el grupo de los malditos He ido a ver La reina de España. No me ha parecido una pésima película, pero tampoco he salido con la sensación de estar ante una obra cumbre, como sí lo fue La niña de tus ojos. Soy de los que creen que Fernando Trueba es un excelente director de cine, dicho sea. Al parecer, lo que he hecho yo, ir al cine a ver la última de Trueba, lo ha hecho poca gente, o no la cantidad de personas que estaba previsto o que resultaba deseable que lo hicieran. No pocas voces autorizadas han colegido que la ausencia de espectadores tiene que ver con una cierta reacción de enfado ante las palabras que el director pronunció la tarde en la que le entregaban el Premio Nacional de Cinematografía. Como consideración previa diré que me parece excesivamente pretencioso creer que unas palabras de Trueba tengan tal influencia sobre cientos de miles de personas, pero en el caso de que así fuera deberemos reconocer que la misma libertad que tiene Trueba para afirmar lo que afirmó la tienen los espectadores para ir a ver otras películas en lugar de la suya. Aquella tarde el director fue, al parecer, extraordinariamente sincero: declaró jamás haberse sentido español, haber deseado siempre que España perdiera sus guerras, sus contenciosos y hasta sus partidos de fútbol, y preferir sobradamente cualquier expresión artística extranjera a ninguna española. Se sintió sobrado y, en virtud de su soltura, sembró en no pocas personas una reacción de desagrado. Ello es lo que ha interpretado este exquisito grupo de exégetas sociales que vuelca ahora todo su enfado con aquellos que no han ido a ver la película y que, por lo que se ve, tenían que ir. Ciertamente no sabía que era obligatorio ir a ver las películas de Trueba, sean mejores o peores. Lo más excitante del caso es que algunos supuestos intelectuales de guardia de la progresía cultural han derramado un voluminoso vaso de aceite hirviendo en forma de insultos a quienes no han ido a ver la película. Es como si dispusieran de una lista de los espectadores potenciales del cine y fueran subrayando los nombres de quienes han preferido ir a ver la de Brad Pitt (si Trueba prefiere el jazz americano a «cualquier música hecha nunca en España» –sic–, ¿por qué los espectadores españoles no pueden preferir ver una cinta americana antes que la suya?). El improperio que de forma más inmediata surgió de la ira de los amigos de Trueba fue el de «facha». Facha sería aquel que hubiera promovido el boicot a la película o incluso el que pudiendo haber ido no fue, emitiendo así un dudosamente justo juicio de intenciones sobre la no asistencia del público español. Menos mal que, confesando haber asistido a su proyección, al menos me he librado de caer en el grupo de los malditos, aunque no sé si decir que la película, no siendo mala, tampoco me ha convencido en exceso, me convierte en merecedor de estar entre ellos. Nunca he sido amigo de los boicots de ningún tipo; sí de la libertad de elegir. Jamás convocaría a nadie a ausentarse de los cines en los que se exhibe a Trueba, lo cual tampoco me hace seguidor de todas sus expresiones particulares acerca de este o aquel menester. La pretensión de algunos popes de la supuesta cultura española de convertirse en referentes morales y guías espirituales se me antoja ridícula, pero que Trueba se sienta apátrida ni me va ni me viene. Puesto a ser consecuente, yo en su caso no hubiera aceptado un premio que dice ser Nacional, nacional español, librado además por un gobierno de derechas, pero bueno, cá uno es cá uno y tiene sus caunás. No creo, no obstante, que tengan tanta capacidad de convicción aquellos que han querido convencer a los demás de que no fueran a ver la cinta a cuenta de sus declaraciones, pero por si acaso y para que nadie se lleve los disgustos que se lleva a cuenta de estas cosas, les conmino a que vayan al cine a verla, si es que aún está en cartel, que supongo que sí. Guarde la entrada por si acaso. Así, cuando algún alterado guardián de las esencias le vaya a llamar «facha», usted la exhibe y le sirve de salvoconducto para salir del ghetto.
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