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2 de octubre de 2016

En el poder y en la enfermedad


Hay un Kennedy muy distinto en la invasión de bahía de Cochinos del que manejó serenamente la crisis de los misiles rusos en Cuba 

COMPRAR EL LIBRODavid Owen fue, en el último gobierno laborista antes del advenimiento de la señora Thatcher, ministro de Exteriores de Su Graciosa Majestad: también fue rector de la Universidad de Liverpool y ministro de Sanidad. Y, además, es médico. Todas las circunstancias anteriores le han llevado a escribir con cierta autoridad un ensayo magnífico sobre las enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno de los últimos cien años y la influencia que estas habrían tenido sobre la toma de decisiones en su ejercicio del poder.

Owen describe con acierto lo que él califica como «síndrome de Hybris», catálogo de síntomas no clasificados por la medicina, pero sí por la política. La Hybris la sufrirían aquellos líderes democráticos o dictatoriales que mostrasen una perversa persistencia en políticas demostradamente inviables y contraproducentes, un manifiesto desprecio por quienes le rodean o advierten de su error, cayendo en el autoengaño, en la embriaguez de poder y orgullo, siendo incapaces de cambiar de dirección y dando muestras, en pocas palabras, de que el éxito se les subió a la cabeza. Advierte el autor que todo aquel que padece una Hybris recibe consecuentemente una Némesis, como era llamada la diosa del castigo, como respuesta a su desmán. Bush y Blair son citados por Owen en este apartado. El secretismo es otro de los aspectos más curiosos en los procesos patológicos que han sufrido grandes líderes: de haberse sabido algún detalle de diversas enfermedades, agudas o crónicas, que sometieron a dirigentes varios quizá hubieran cambiado algunos pasajes de la historia. Para muchos, la salud de un jefe de Estado es una cuestión de seguridad nacional: Mitterrand sufrió durante catorce años un cáncer de próstata y los franceses sólo lo supieron al final. El sah de Persia sufrió un severo linfoma –que, de hecho, acabó con su vida– del que no tenía noticias gobierno alguno: de haberlo sabido, hubieran podido entablar negociaciones para que fuera tratado en Suiza dejando en Teherán un gobierno de transición que, posiblemente, hubiera hecho más difícil la vuelta del loco de Jomeini y todo lo que ha venido después. Franklin Roosevelt, uno de los presidentes norteamericanos más queridos, había padecido polio y, por tanto, era incapaz de caminar: pues los estadounidenses no le vieron en silla de ruedas –tampoco los años cuarenta eran permanentemente televisados como ahora–, ya que siempre aparecía sentado o con algún artilugio que le permitía estar unos minutos casi de pie detrás de un atril.

A otros líderes les atribuimos locura, fundamentalmente por la enormidad de sus crímenes o por su estilo retórico, como Hitler o Stalin o Mao, pero convendría no engañarnos. Hitler, por ejemplo, no estaba loco; es decir, no sufría patología que le incapacitara, antes bien accedió al poder y lo consolidó con una autodisciplina bárbara; sí padecía, evidentemente, un descomunal síndrome de Hybris, amén de rasgos indudables de psicópata de tomo y lomo.

Otros, como Kennedy, padecían tal historial médico que, de saberse en plena campaña electoral, difícilmente hubieran sido elegidos. El protagonista de la Nueva Frontera padecía síndrome de Adison (compromete la energía que proporciona la adrenalina, menguada esta por la insuficiencia corticosuprarrenal), hipotiroidismo, úlceras, alergias (que había que tratar con antihistamínicos que le causaban fases depresivas), infecciones urinarias, inflamación de colon y, por supuesto, osteoporosis, la cual le producía unos pavorosos dolores de espalda que en ocasiones debían ser combatidos con seis o siete inyecciones antes de alguna comparecencia pública. ¿Influyeron estas patologías en su toma de decisiones? Owen sostiene que sí. Hay un Kennedy muy distinto en la invasión de bahía de Cochinos o en la entrevista con Kruschev en Viena del que manejó serena y acertadamente la crisis de los misiles rusos en Cuba. Entre ambas, del arrojo ridículo o la vacilación atontada a la prudencia, seguridad y sentido de la negociación, medió un abismo. La diferencia estuvo en los médicos y los tratamientos: unos, inadecuados; otros, acertados.

La lectura de este libro es recomendable para amantes de la medicina, la política y la historia. Escrito, por cierto, con la elegancia que se le supone a un británico de ese porte.

 


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