El pescado desnudo, la brasa justa, es un producto chivato, muy chivato. Lo que no es bueno canta enseguida
Resulta una suerte de bendición el renovado tratamiento que la cocina española le está dando al pescado. Hace atractivo el producto hasta a aquellos que son feroces carnívoros. Estoy dispuesto a aceptar que los aires japoneses han aportado ideas concretas a la gastronomía española, pero no voy a mezclar: las experiencias japonesas que se realizan en España se me antojan temblorosamente insípidas. Escúpanme si quieren, pero aquellos que ponen los ojos en blanco con cualquier cosa de colorines orientales me parecen exagerados y algo esnobs. Ese invento supuestamente exquisito consistente en envolver una tira de pescado crudo en un pelotón de arroz cocido no consigue emocionarme ni un ápice: frío, insípido y solo sabroso si lo bañas en soja, con lo cual solo sabe a soja. Pero sí es cierto que ha logrado que nos interesemos por el tratamiento gustoso del pescado crudo; lo cual, en sus justas dosis, resulta reconfortante.
Comer atún en El Campero de Barbate o en Antonio de Zahara no es cualquier cosa, como ya sabemos, pero acercarse al último descubrimiento sevillano de la cosa íctica asegura placeres inenarrables.
Se llama Cañabota y está junto a la pequeña iglesia de la que sale Los Panaderos el miércoles santo. Algo más pequeño aún es el local en el que Juanlu Fernández ha combinado un pequeño mostrador de pescadería, una barra baja, estilo bar japonés, y unas mesas altas. Todo, de un blanco inmaculado. Una variedad muy apetitosa de especies y cortes aseguran una experiencia muy distinta a las conocidas hasta ahora. Como dice el gran Aitor Arregui, alma de Elkano, el templo de Guetaria, Cañabota es la honestidad hecha restaurante: no pierdes de vista el producto, que pasa del mostrador a las manos que lo diseccionan y de ahí a la gran parrilla de brasas en la que se le da el sabor definitivo.
La corvina, el salmonete o la merluza están presentes, como en tantos sitios, pero la diferencia la constituyen el pámpano, los dantones, los berrugatos o los sargos breados. Debidamente preparados en cachetes, parpatanas o morrillos por Marcos Nieto, que es el jefe de una cocina sin trucos, sin máscaras con las que camuflar sabores. Le pongo algunos ejemplos: las sardinas marinadas más parecen confitadas, dulces, suaves, consistentes sobre ese lecho de compota de tomate; el crujiente de cebolla con atún mechado espolvoreado con la manteca de haberlo preparado es un bocado exquisito y algo más breve que su recitado; las huevas de choco sobre parmentier de tinta tiene mucho de hondura en el sabor.
Y así. Por cierto, y que no se me pase, probé no hace mucho (de la mano de los Hermanos Palma –Grupo STIG–, grandes descubridores de enclaves gastronómicos sevillanos) el que posiblemente sea el mejor parmentier del mundo. Lo prepara Pedro en Clorofila, cerca de la Torre del Oro: puerro y patata, un ajo confitado y aceite de trufa como base de un pulpo pasado por la plancha. Espectacular.
El pescado desnudo, la brasa justa, es un producto chivato, muy chivato. Lo que no es bueno canta enseguida, de ahí que la valentía que destacaba Aitor sea digna de tener en cuenta. Al comenzar este año 2017 me atrevo a señalarles el camino hacia esa esquina de las sevillanas calles Orfila y José Gestoso con los mejores deseos de quien subscribe este suelto. Y que la semana que viene, si Dios quiere, les dará debida cuenta de las andanzas de Tony Manero por el fárrago del fin de año.