Soy de los que están dispuestos a perdonar a Rod Stewart todo lo que haga y todo lo que grabe. Y cante lo que cante, sea lo suyo o cualquier excentricidad, lo consumiré ensimismado. Sea el rock de sus inicios o sea el Songbook con canciones de Broadway. Como si graba El cocherito, leré. A lo largo de los años en los que vengo escuchando hasta el desgaste cada uno de sus trabajos, he pasado ratos excelentes, lo que me ha creado un tributo de agradecimiento permanente. Desde su tiempo en la banda de Jeff Beck y en Faces hasta sus extravagancias actuales, siempre me ha pellizcado en alguna parte del sentidero con esa garganta llena de arena. Cuenta la leyenda y su biografía que andaba un día tocando la armónica en una estación de tren londinense cuando fue escuchado por el vocalista de una banda necesitada de refuerzos; le invitó a incorporarse unos días y a partir de ahí fue creciendo y creciendo. Hasta llegar al punto en el que nos hallamos, en el que acaba de presentar su disco número 39, después de haber vendido millones y millones, especialmente cuando los discos dejaban dinero a los artistas y uno se hacía rico con eso. Como vocalista de rock, Rod está entre los mejores e, indudablemente, entre los más singulares. Es de esos artistas dotados con la personalidad suficiente como para que nadie te confunda: simpático, por demás, extrovertido, daltónico (de ahí sus calcetines, habrá que pensar) y golfo, Stewart no resulta ser el divo insoportable y cretino del que esperar cualquier gilipollez. Pude grabar con él una tarde en TVE en la que apareció por arte de magia y del gran trabajo del productor Pío Núñez, el más grande de este negocio entre un par de aviones que tenía pendientes. Vino, se relajó con un whisky escocés en el camerino mientras charlaba y me contaba su vida, cantó un par de canciones y se fue tan tranquilo. Ni una tontería, ni un gesto intratable, ni una pose divina.
Yo venía de consolarme el espíritu a lo largo de mi adolescencia y juventud reciente con alguna de sus baladas más generosas. Podía entonces y ahora cantar con los ojos cerrados The first cut is the deepest o I don´t wanna talk about it o Sailing. Podía deletrear la más bella de las baladas grabadas hasta la fecha, Last summer, escondida en el disco dedicado a preguntar si le encontrábamos sexy, o podía narrar con exactitud The killing of Georgie. Así hasta la fatiga. Y ahora, de vuelta de las cosas, me viene con un trabajo titulado Another country, y yo debo de ser uno de los pocos seguidores de Rod a los que les ha emocionado. Grabado en su casa y estrenado en la azotea del mítico edificio de Capitol Records en Hollywood, ha recibido todo tipo de improperios de la prensa especializada inglesa y norteamericana. Lo más fino que han dicho de él es que es un disco cursi y hueco. Además de excesivamente sentimental. El sentimentalismo no está debidamente contemplado en algunas esferas del rock si no viene acompañado del imprescindible desencanto y asco con el que algunas figuras se hacen perdonar su corazoncito. Aquí Rod ha hecho lo que le apetecía, incluida alguna canción dedicada a uno de los hijos pequeños que tiene con la misma mujer repetida con la que se ha ido casando a lo largo de su vida, e incluido homenaje por la vía directa a los soldados que combaten en guerras defendiendo a su país (pecado mortal).Es un disco, en total, que juega con algo de blues, bastante de rock, toque de ska, pellizco de reggae y un indisimulado aire celta, gaélico, que ya ha asomado antes en alguno de sus trabajos y que se presenta mayestático en el trallazo de toda la obra, eso que antes llamábamos «el sencillo», titulado Love is.
No tiene por qué gustar a los más cafeteros, pero ya no estoy en edad de avergonzarme por pequeñas debilidades como esta última entrega del rubio que siempre parece acabado de levantar de una siesta. Es un discazo y he pasado un par de días inolvidables escuchándolo a toda hora.
Rod Stewart - Another Country
Gran canción de Rod Stewart del álbum de 2015 con el mismo nombre