No soy consumidor de series televisivas. Me producen envidia desatada aquellos que conocen cada vicisitud de las alas oeste o de los aspirantes a tronos diversos. Digamos que tuve mi enganche con la historia interminable de Los Soprano y que me dejé llevar por el fascinante devenir de la metanfetamina de Breaking Bad. Hasta ahí. Sostengo, en cambio, que los seguidores de todo tipo de series televisivas le roban horas al sueño en proporciones delicadas y que difícilmente pueden estar al cabo de todo lo que se rueda si paralelamente mantienen un trabajo remunerado que exija una atención mínima.
Recientemente sucumbí a Netflix. Total, un puñado de euros al mes y la garantía de un buen número de ofertas televisivas compatibles con el gusto de uno. El principal atractivo, debidamente publicitado, era la serie Narcos, la historia agónica en la que se escenifica el ascenso y decadencia de Pablo Escobar, el narcoterrorista colombiano que tuvo en jaque al Estado y que, finalmente, cayó a los pies del mismo. Debo decir que, desde el primer episodio, sucumbí. El pulso narrativo, la dramatización y la caracterización de los personajes son, sencillamente, sublimes. Sé que muchas voces han criticado la elección del actor que interpreta al narco de Medellín: Wagner Moura es brasileño y hubo de aprender español sobre la marcha para interpretar a Escobar; sin embargo, su grandeza interpretativa te hace olvidar que habla como cualquier cosa menos como un colombiano. No importa, o al menos no me importó a mí (que tengo a Colombia como uno de mis otros países de cabecera), que Moura utilizara un español sobrado, pero algo forzado, para retratar al bandido más grande de América: su desenvolvimiento como Pablo es absolutamente magnífico, creíble y convincente.
A lo largo de veinte episodios se retrata el sufrimiento de un país. Escobar sometió a los suyos a la tortura y el chantaje durante tantos años como le dio la vida. Era un contrabandista de fuste que se pasó al comercio con droga fabricada en sus laboratorios y exportada a los Estado Unidos con la colaboración de estaciones intermedias como la Cuba de Fidel. Era un asesino despiadado que no dudó en someter a sus compatriotas a las torturas más insospechadas, bombas en centros sociales, en centros públicos, en centros administrativos, con tal de doblegar la voluntad de un Estado. Escobar, tal como está reflejado en la serie, fue perdiendo apoyos, dinero (era una de las grandes fortunas del mundo), influencia y acabó refugiado en una casa de Medellín donde el Bloque de Búsqueda lo halló gracias a rastrear las llamadas telefónicas que sostenía con su mujer y sus hijos. El tiroteo final, vestido con un polo azul, es el epílogo de una serie de dos temporadas que consigue atrapar al postulante de manera sorprendente. He llegado a ver cuatro episodios seguidos, lo cual significa estar pendiente del televisor o el ordenador algo menos de tres horas, cosa que no hacía ni en aquellas tardes en las que a una película de aventuras seguía el concurso de Cesta y puntos (gran maestro siempre Daniel Vindel, profesor entre los profesores) y después un partido de baloncesto del Real Madrid.
Sé que su hijo, el de Escobar, censura alguna infidelidad de la serie con el proceder de su padre, pero no dejan de ser aspectos menores: el retrato final se acerca bastante a lo que semejan el asesino fue. La interpretación y el desarrollo de la serie hacen, incluso, que establezcas un nexo humano con él, cosa inevitable hasta cuando haces una película de Hitler o de Stalin, aunque visto desde la globalidad del caso admitas que Colombia bien merece un monumento por su capacidad de resistencia ante el sufrimiento. Los veinte capítulos hasta que muere Escobar dejan, no obstante, una puerta abierta: se acabó con el cartel de Medellín, pero se abrió la puerta al cartel de Cali, cooperadores inevitables en la captura de Escobar, especialmente gracias a los paramilitares de los Pepes, acróstico de Perseguidos por Pablo Escobar. La tercera temporada, que algún día llegará, habrá de inventarse una tensión dramática basada en un malo muy malo como Pablo. O en un colectivo absolutamente malvado como el de los traficantes de cocaína.
Continuará…