Viví en esa casa un par de momentos inolvidables: el cochinillo caramelizado mejor que he probado en mi vida
Yerra aquél que le tenga miedo a Ávila por el frío invierno. Es un frío muy acogedor, seco, cortante, vasoconstrictor, que invita al vino y las cosas. Cuando me acerqué aún no se había avalanzado sobre la Península la pasada ola de frío polar, pero aun así los cuellos pedían bufanda. Un par de noches en el Palacio Los Velada, frente a la catedral de piedra sangrante, es buen abrigo para después pasear la muralla por todo lo alto. Ávila conserva primorosamente los lienzos y torreones de los casi tres kilómetros de primorosa muralla que rodea su casco central e histórico. Me pasa con esta obra del siglo XII más o menos lo mismo que con el acueducto de Segovia: me congratulo del milagro que supone que ningún munícipe o reyezuelo en tantísimos siglos haya decidido tirarlos con la excusa del progreso y de la nula necesidad de sus estructuras. El viento del norte viene bravo, pero el paseo y la vista son conmovedores. Como lo es la visita, que aconsejo lenta, a una de las catedrales más sorprendentes de la cristiandad, la primera de las góticas, con apuntes también renacentistas, y con el recuerdo a Adolfo Suárez en su claustro bajo el epitafio «la concordia fue posible». La fotografía de Ávila desde Los Cuatro Postes es asombrosa, fantástica, increíble. Y al interior le sucede otrosí. Pasear la piedra abulense entre las sombras intermitentes de Teresa de Cepeda es estar invitado al permanente asombro. Hay que ir a Ávila a buscar a Santa Teresa, en su casa natal, en La Encarnación o en San José. O en las yemas. O en los pucheros, donde también está Dios, a decir de la Doctora de la Iglesia.
Los pucheros en Ávila me depararon algunos grandes momentos. Al igual que Granada o León, las consumiciones en los bares abulenses van acompañadas de una tapa cortesía de la casa. Son tapas consistentes, ojo, no un platito cualquiera de cacahuetes. En El Torreón, frente a la catedral, un par de vinos me supusieron una pequeña sopa castellana y un montadito de carne de la tierra. Luego yo me calcé unas patatas revolconas que no se las saltaba cualquiera. Y, ya puestos, un chuletón. Y luego a pasear del Mercado Chico al Mercado Grande, las dos plazas claves de Ávila, todo tan cuidado y medido, equilibrado, respetuoso… hasta que te encuentras con la mamarrachada arquitectónica de la que no se libra ciudad ninguna: en la porticada plaza grande, la de Santa Teresa, con el preciosista San Pedro al fondo y la propia puerta de la muralla, al arquitecto Moneo se le ocurrió diseñar un edificio inexplicable. El resultado es una aberración, por muy magistral que sea Moneo, que lo es y en más de una ocasión me he postrado ante obras suyas. Como escriben en un blog de arquitectura, «Moneo es una vaca sagrada, sí, pero también las vacas hacen caca». La polémica en la ciudad fue inmensa y hasta la propia Unesco se llevó las manos a la cabeza. Pero ya está hecho.
Menos mal que tenía a mano El Almacén, de Isadora Beotas y Julio Delgado, al otro lado del puente, en la Ávila Outdoor. Viví en esa casa un par de momentos inolvidables: el cochinillo caramelizado mejor que he probado un mi vida y unos huevos con carabineros absolutamente estupefacientes. Antes lo di todo con un nido de morcilla excepcional y alguna menudencia más. Pero ese cochinillo se ha quedado a vivir conmigo. Deshuesarlo, reorganizarlo, compactarlo y luego caramelizarlo es un proceso de días, pero vale el esfuerzo si el regalo es el que es. Con las cabezas de los carabineros Isadora hace una suerte de pilpil, pacientemente, y sitúa un huevo con algunas papas en lo alto con resultado demoledor. Gran bodega y trato excepcional. Uno de esos sitios que justifican un viaje.
Ávila merece un repaso, unos días, un paseo, una evocación segura. Es una vista aérea de una suerte de mística. Para regresar permanentemente.